viernes, 10 de febrero de 2017

Los años 80 en 80 películas: Excalibur

Excalibur

Título original: Excalibur
Año: 1981
Nacionalidad: Reino Unido
Director: John Boorman
Guión: Rospo Pallenger y John Boorman
Música: Trevor Jones
Fotografía: Alex Thompson
Intérpretes: Nicol Williamson, Nigel Terry, Cherie Lunghi, Nicholas Clay, Helen Mirren

En dos ocasiones tropecé con Excalibur por la tele. En la primera era un niño y me aburrió. La pillé empezada y sólo me llamó la atención la escena en la que Lanzarote acude, herido, a batirse en duelo por el honor de Ginebra. 
En el siguiente pase le presté más atención porque… me enamoré de las armaduras. Aquellas armaduras relucientes, aquellos diseños, los pinchos, las coderas y rodilleras, los yelmos. Desde siempre me habían fascinado las armaduras, el concepto mismo en sí: proteger carne débil bajo una segunda piel de metal. Mi superhéroe era y es Iron Man, un hombre enfermo que se sirve de una armadura “encantada” para desfacer entuertos. Años después, cuando llegaron los videojuegos, me aficioné al rol medieval fantástico, y todos los personajes que creaba eran guerreros: gente de orden bajo kilos de acero. 
Así que Excalibur me entró al principio por los ojos y se fue quedando en mi vida gracias a que perdí la cuenta de la de veces que la vi en una grabación casera en Betamax, en el vídeo de mi abuelo.
Sobre el fetichismo que suscitó en mí las armaduras de la película, hay una anécdota interesante. Ya de crío, las armaduras de Excalibur me parecían exageradas, fuera de lugar y de tiempo, como todo lo que es demasiado bello. Pero tuvo que llegar Internet para que se confirmaran mis antiguas sospechas. Aquellas monadas metálicas fueron ideadas por Terry English —que venía de trabajar en Alien y aportar su granito de mal rollo en la película de Ridley Scott— y por Bob Ringwood —experto en vestuarios molones, como podemos comprobar en Dune, Batman o Troya, entre otras—. El resultado final eran aquellas armaduras de combate que protegían a Arturo, sus hombres y sus enemigos. Sin embargo, eran una completa invención. Las armaduras de Excalibur habrían sido imposibles en la Edad Oscura —época donde se ubican las leyendas del Ciclo Artúrico— y demasiado sofisticadas y complejas incluso para la Edad Media. Otra vez me enamoraba de una ficción dentro de una ficción. Qué grande es el cine. 
El origen de Excalibur es también la historia de una frustración. John Boorman deseaba llevar al cine El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien, pero no pudo levantar el proyecto en 1969. Contrariado, el realizador británico fijó su atención entonces en unas elaboradas reescrituras de guión sobre la recopilación de romances del siglo XV La muerte de Arturo, de Sir Thomas Mallory. Ayudado por Rospo Pallenberg, el guión tomó cuerpo. Se obtuvo financiación de Orion Pictures —once millones de dólares— y se empezó a filmar en bellos parajes naturales de Irlanda en la primavera de 1980. El resto es leyenda. Como Arturo —interpretado por el ya fallecido Nigel Terry— y sus caballeros, como Merlín, como Mordred, como Morgana, como el mismo Camelot. 
Excalibur envejece con dignidad y saber estar. Es una aventura modélica —ni caso a William Goldman y su agrio refunfuño acerca del final—, con un uso experto de la elipsis narrativa y cargada de una fuerza única. El tono épico, el descenso a lo mundano y a lo brutal cuando es menester —esos tajos de espada, ese barro, esa suciedad— y la elevación a la gloria cuando la leyenda de Arturo nace y muere, convierten a esta película en un deleite, en un banquete visual al que apetece acudir cada cierto tiempo a por viandas. Porque O Fortuna existe para esta película, ahora lo sabemos; porque la Dama del Lago nos dará siempre la oportunidad de volver a empuñar la espada; porque no hay mejor caballero que Lancelot —o Lanzarote si la viste de niño y en versión doblada—, ni mayor rey que Arturo, ni amor más tierno que el de Ginebra; porque el dragón está en todas partes y en ninguna, en nuestro corazón y en nuestra mente, en los bosques y en los ríos, en los pueblos y en las ciudades, hasta en el campo de batalla; porque en el fondo, todos somos súbditos de Arturo. 
Y porque, como decía Merlín (Nicol Williamson), la perdición del hombre es el olvido. Y a las buenas películas hay que regresar, para no olvidar lo que nos hicieron sentir, para recuperar aquello que fuimos, para rendirles tributo manteniéndolas vivas; también por placer, por sentido estético, por amor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario