viernes, 29 de enero de 2016

Atari BasketBall

Cuando era muy niño, cuando estaba más cercano al nacimiento que a la muerte, los locales con máquinas arcades de videojuegos eran para mí lugares tan mágicos como el cine o las jugueterías. Recuerdo los salones recreativos con una mezcla de nostalgia y frustración. Nostalgia de unos ruidos y unos olores que ya no volverán, frustración porque jugar a videojuegos en la prehistoria de los mismos obedecía siempre a una cuestión de reflejos habilidosos y monedero abultado.

Una de las máquinas más baratas del salón Llul consistía en un uno contra uno de baloncesto. El control del jugador era insatisfactorio, ya que se hacía mediante una esfera negra que pretendía simular un balón de basket. Pero esta recreativa costaba, si la memoria no me falla, sólo diez pesetas la partida. Con cinco duros podías jugar dos veces y te sobraba un duro para un chicle. Memories...

La máquina, esta:


Y el juego era así:

miércoles, 27 de enero de 2016

All this things that I´ve done

Conocí a los Killers por la estupenda Donnie Darko, de Richard Kelly. En ella se incluía un fragmento de esta canción. Una de esas canciones redondas que gusta escuchar en cualquier momento.



El videoclip es rarito, pero la canción es magnífica.
COQUE MALLA "AT THE MOVIES"
Una propuesta
"Y mientras cavaba pensaba en todo tipo de cosas.
Sentía el ruido del mar, y eso me hacía pensar en
lo grande que debía ser el mar en lo pequeño que
era yo. Como si yo, por ser tan pequeño, no
importara. Luego pensé en los pájaros y en los
animalitos, que eran incluso más pequeños que yo,
así que todavía debían importar mucho menos. Pero
sí que importaban, me importaban a mí, y también al
señor Summers. Pobre señor Summers.
También pensé que después de los pájaros y de los
animales pequeños venían los peces, y luego los
insectos, y a continuación criaturas todavía más
pequeñas, aunque yo no supiera cómo se llamaban.
Luego estaban los árboles, y las plantas, y la
hierba, y todos estaban vivos, todos importaban.
Así que pensé que quizá yo también importara, y por
unos instantes me sentí algo mejor."

TODOS LOS ANIMALES PEQUEÑOS, de Walker Hamilton
te quiero, abejorro

martes, 26 de enero de 2016

Bad Day

Videoclip precioso y canción que llevo tarareando todo el día.

 

Blog público, co-autoría y cambio de nombre

Aunque el cambio de nombre pueda parecer influencia del gran blog De gusanos y lombrices (también con bichos ilustres como creadores), lo cierto es que proviene del relato corto de Patricia Highsmith Notas de una cucaracha respetable, incluido en el libro Crímenes bestiales, un cuento que le hace mucha gracia a mi chica.

Resulta que el solitario Insanus tiene ahora chica y vamos a iniciar el experimento de postear juntos aquí. Ella, que responde al nick de Erlea, se dejará caer por el blog cuando le apetezca y colgará lo que quiera, sin directrices, indicaciones o sugerencia alguna. Construiremos este espacio poco a poco y será un placer ir viéndolo crecer con quien nos visite.

Así mismo, vuelvo a hacer el blog público.

lunes, 25 de enero de 2016

Paseo

Me lo ha descubiero Noelia, la abejita que se cuela en mi corazón.

 

"Porque eres linda desde el pie hasta el alma, porque eres buena desde el alma a mí, porque te tengo y no, porque te pienso, porque eres mía, porque no eres mía, porque te miro y muero, y peor que muero, porque tú siempre existes donde quiera, pero existes mejor donde te quiero, porque tu boca es sangre y tienes frío, porque te escondes dulce en el orgullo, pequeña y dulce, porque tengo que amarte, amor".

jueves, 14 de enero de 2016

Adiós a Alan Rickman

Su carrera teatral me importaba un pimiento. Tampoco podría haberla disfrutado. Ni mi inglés habría dado para tanto ni he viajado jamás al circuito por donde se movían sus obras. Su voz grave, mencionada en el homenaje de El País, no fue para mí motivo de gozo, porque a mi pueblo, cuando había cines, llegaba todo doblado, así que...

Pero este tío fue Hans Gruber en Jungla de cristal y el sheriff de Nottingham en Robin Hood, príncipe de los ladrones, dos ocasiones en las que fui tremendamente feliz en el cine, porque ¿qué es un héroe sin su némesis? Un héroe sin un enemigo a la altura resulta siempre menos memorable y los malvados de estas dos películas son para mí una cumbre que todavía no ha sido ascendida por nadie mejor.

Aparte de estas dos veces, Alan Rickman demostró que a veces no tenía un fino olfato para detectar truños, como cuando participó en Dogma interpretando a un arcángel asexuado y también que otras sabía escoger con propiedad para dar rienda suelta a su vena más humorística, como cuando hizo de actor encasillado en la entrañable e inteligente Héroes fuera de órbita

Cerremos este breve homenaje con el clip de su épica muerte en Jungla de cristal (al menos hasta que la Fox se lo ventile por derechos de autor). Como es natural, el cine nos supera a todos. En este plano de realidad palmó de un vulgar cáncer. Al otro lado de la tela blanca, cayó al vacío desde treinta y cuatro plantas cargado de mala leche y furia homicida. No hay color.


Malviviendo en Galactica

Hará ya unos seis años que empecé a jugar a este título de acción online ambientado en el lore de Battlestar Galactica, la estupenda serie de televisión de mediados de los dos miles. Tras el clásico sufrimiento de subir de nivel y de mejorar armas y naves, llegué a un remanso de paz. Encontré amigos afines, me uní a un clan y los siguientes meses fueron buenos tiempos. 

Como los desarrolladores no añadían nuevos contenidos, como el grave problema del desbalance entre facciones no era corregido (esto es que en algunos servidores había hasta tres veces más jugadores de un bando que de otro, impidiéndose así las batallas justas, pues o se era triplicado en número o superabas tú por tres a la cantidad de enemigos), la gente fue aburriéndose. Los servidores se fueron despoblando semestre tras semestre, año tras año, agravándose aún más el problema del equilibrio: o te quedabas en un servidor de amplia mayoría cylon, o en tu servidor reinaban los humanos.

Battlestar Galactica era un gran juego para ser gratuito y de navegador. Recuerdo que las primeras semanas en él, me llegó a parecer hasta ambicioso en su propuesta. Pero una mala gestión por parte de sus responsables ha hecho que cualquier ilusión puesta en este título se desvanezca.

Las ideas que se implementaron como forma de captar a nuevos jugadores o fidelizar a los ya existentes no hicieron más que abrir más la herida. Las nuevas naves que se incorporaron destruían el delicado establecimiento de piedra, papel, tijera que te hacía fuerte frente a una clase de nave y débil frente a otra. La invisibilidad de los nuevos cazas puso manga por hombro todo el juego. Las enormes portadoras, sólo un poco más pequeñas que las basestars, dejaban obsoletas a las líneas y además destrozaban bases y plataformas de defensa desde una distancia de seguridad inalcanzable.

Por todo esto y más, la desbandada en los servidores fue como una hemorragia a vena abierta. ¿Y cuál fue la última medida de los desarrolladores? Unificar servidores. Ahora, todos los jugadores europeos jugamos en el mismo servidor. Lo que sobre el papel parece un intento desesperado de rentabilizar el juego antes de cerrarlo definitivamente, se manifiesta en la práctica como la propuesta alocada de una panda de incompetentes.

En el nuevo servidor, se malvive. Hay problemas de lag y empieza a notarse otra vez un desequilibrio entre facciones, desbalance este que ya no podrá corregirse de ninguna manera, si acaso parchearse con un cambio de facción. Y ya se demostró en el pasado que los cambios de facción son pan para hoy y hambre para mañana. Antes, en Battlestar Galactica, podías jugar en equipo o recorrer el espacio a solateras. Ahora se ha acabado el tiempo de los lobos solitarios. La proliferación de equipos de cazas, de patrullas de naves escolta y de grupos mixtos de enemigos por todos los sistemas planetarios ha provocado que jugar solo sea casi una sentencia de muerte. Sólo a altas horas de la madrugada puede uno ya recolectar recursos o extraer minerales de asteroides y planetoides. La gente se ha visto obligada a jugar en equipos, otra limitación más en un juego que abrió sus puertas cargándonos de ilusiones y que va a cerrarlas arrebatándonos hasta la última de ellas.

Y con todo allí sigo, a veces a bordo de mi Liche, otras en mi lenta pero letal nave de línea Nidhogg. Muchas veces he dejado pasar meses y meses sin entrar, pero luego acabo surcando el espacio una vez más. Este juego siempre me recordó a un Ace Combat espacial, y me dará rabia cuando muera, acontecimiento que sucederá pronto si las cosas siguen de esta manera.

miércoles, 13 de enero de 2016

Dos amigos

—Perdí un buen empleo —comenzó Alberto, mientras removía el café—. ¿Qué tal, Julio?
—No sirve, ya conoces las reglas —protestó el otro, resoplando con un ligero fastidio—. ¿Qué tiene de absurdo, ridículo o penoso el que lo despidan a uno del curro?
—No, verás, es que no llegué a aceptar la plaza nunca.
—Vale, lo pillo —Julio, cabizbajo, dio un sorbo a su bebida—. ¿Miedo al fracaso?
—Supongo —conjeturó Alberto, apurando el cigarrillo hasta la colilla—. Te toca.
—En Sevilla, durante el rodaje de El Ataque de los Clones, me disfracé de Darth Maul, burlé las medidas de seguridad  y asusté al mismísimo Ewan McGregor —confesó Julio—. Hasta aparecí unos segundos en el telediario de la sobremesa.
Alberto rió con estruendo y los transeúntes dejaron más espacio disponible del necesario para cruzar la calle, que limitaba con la céntrica terraza.
—Muy bueno —celebró Alberto—. Aunque, ¿qué había de anómalo en eso? No es muy distinto a arrojarse de espontáneo en una corrida de toros.
—Que no era yo —replicó Julio—. Tuve uno de esos episodios nuestros, ya sabes.
—Vaya —masculló Alberto.
—Me hacía llamar Rafa, oriundo de Dos Hermanas, fan de Star Wars y todo un experto en telecomunicaciones. Supera eso.
Y así continuaron durante un buen rato. Que si una noche quemé mi billetero en el horno, que si me creí Dios, que si la tele me hablaba, que si me convencí de que era una mujer embarazada...

—Qué lástima de muchacho, ¿no? —comentó el barrendero, desde la puerta, a uno de los camareros del bar.
—Ya te digo. Todas las mañanas la misma cantinela —contestó el otro, sin dejar de limpiar la barra con un trapo—. Se sienta afuera, pide un té y un cortado y se lía a charlar consigo mismo. En ocasiones, hasta cambia de silla para darse la vez.
—La Virgen... —suspiró el viejo funcionario.
—Sí, pero la cosa es que me espanta a la clientela. Dentro de un rato le diré que vamos a cerrar.
—Normal —asintió el barrendero—. Bueno, hasta otra.
—Venga, Mariano —se despidió el camarero.

—Tu turno –anunció Julio.
—Le arranqué la cabeza de un mordisco a un canario.
—Qué barbaridad —dijo Julio—. ¿Por qué?
—Estaba convencido de que todo era un sueño, el pájaro incluido.
Un viento frío arremolinó papelillos y polvo en torno a la mesa metálica. El camarero salió del local y se aproximó a Alberto.
—Termina ya, que es tarde —ordenó el hombre, sin bajar la vista. Luego regresó a sus quehaceres, vigilando de soslayo al joven, como si no estimara muy prudente dar la espalda tan a la ligera.
—Deberíamos cambiar de establecimiento para nuestra terapia matutina —dijo molesto Julio—. Porque aquí, fatal: el horario, chungo, y el trato al cliente, nefasto. El tío no me da ni los buenos días.
—Pues sí, la verdad —convino Alberto. Oye, ¿desde cuándo es una terapia? Pensaba que sólo nos divertíamos contándonos historias de nuestro pasado.
—Suena mejor terapia, ¿no? —respondió Julio—. Quizá lo sea.
Alberto meditó las palabras de su amigo mientras hurgaba en un bolsillo de los vaqueros:
—Invito yo.
—Qué detalle, campeón —agradeció Julio, golpeando con enérgica rudeza el brazo de Alberto.
Y el joven, más conocido en el pueblo como el Albertito, sin saber a ciencia cierta el por qué, habría apostado a que al día siguiente no tendría un cardenal, ni señal alguna en el hombro.

Los años 80 en 80 películas: Flash Gordon

Flash Gordon

Título original: Flash Gordon
Año: 1980
Nacionalidad: Reino Unido
Director: Mike Hodges
Guión: Lorenzo Semple Jr.
Música: Howard Blake
Fotografía: Gilbert Taylor
Intérpretes: Sam J. Jones, Melody Anderson,
Topol, Max Von Sydow, Timothy Dalton

Mi abuela era una buena persona. Y las buenas personas tienen el don de transmitir cierto encanto a sus pertenencias. No sé si se trata de una cuestión psicológica —vemos cualidades bellas en sitios y objetos por el afecto que nos inspira su propietario— o si efectivamente las estancias y las cosas que habitan y poseen se ven tocadas por su gracia. El caso es que mi abuela lograba que un tercer piso de protección oficial en un barrio marginal pareciera el hogar más confortable, y que un balconcillo acristalado lleno de plantas de interior en macetas de barro a mí, al verlo y olerlo, me recordara a Arboria. Antes de ver Flash Gordon, no solía jugar en el balcón con mis muñecos. Después de ver Flash Gordon durante un fin de semana —todas las veces que pude antes de que entregaran la cinta en el videoclub el lunes siguiente—, ese rincón donde mi abuela plantaba injertos y regaba a diario, donde solía dormitar Amedio, el perro más guapo y bravo del mundo —porque era su perro, por supuesto—, pasó a ser Arboria. Flash Gordon no fue la primera película que me proporcionaría personajes, parajes y argumentos para mis batallas de muñequitos, ni será la última que aparezca en esta serie de entradas como dadora de fantasías mentalmente animadas y escenificadas con figuritas de plástico, pero sí la recuerdo como la más influyente después de Star Wars y En busca del arca perdida. Por eso no podía empezar a hablar sobre ella sin hacer mención a los geranios, los soldaditos, el olor a tierra húmeda y aquel verdor iluminado por un sol de media tarde.

¿Y qué tal Flash Gordon en la actualidad? Pues con un gallego “depende” como respuesta. A Flash Gordon hay que entrar como entran los personajes en el reino de Mongo: montados en un cohete, atravesando el granate Mar de Fuego y abandonando toda irritante señal de racionalidad. El Mar de Fuego por el que gira como loca la cápsula diseñada por el doctor Zarkov (Topol) es la frontera donde debemos decidir si sellamos pasaporte o nos damos media vuelta al territorio de la cordura, lejos de la fantasía, de la space opera más camp de todas —el inicio de la película es clavado a los tebeos de los años treinta: no se inventaron nada ni exageraron lo más mínimo—, sin que tengamos que transigir ante una historia que exige mucha complicidad si no eres un niño de diez años. Pero si pasamos por el arco sin que suenen las alarmas, nos espera una película que todavía hoy, cuando es reivindicada, se hace con una confusa mezcla de cariño e ironía, como hacían Mark Wahlberg y su osito de peluche viviente en Ted, de Seth MacFarlane, que convenían, irritándome de camino, en que Flash Gordon era “mala y buena a la vez”.

Flash Gordon no le funcionará a un chaval del nuevo milenio. Es posible que ni siquiera funcione ya para muchos de los adultos que fueron niños en los años ochenta. Es una superproducción muy dependiente de la época que la parió, del productor que la levantó, Dino de Laurentiis, e incluso de errores tan garrafales como los de destinar una buena parte del presupuesto a decorados y vestuario, algo suicida en una película de fantasía que pretendía impactar a la audiencia; es como si en Star Wars hubieran dedicado más dinero a los peinados y vestimenta de los actores y a los pasillos de la Estrella de la Muerte que a los efectos visuales propiamente dichos. Ese error, sin embargo, le da un toque de exuberante color y consistencia a la película, de inusitado vigor en la puesta en escena. Y resulta irresistible no dejarse hechizar por la vistosa corte de Ming (Max Von Sydow), por la magnífica luna selvática de Arboria, por los rojos intensos de la guardia real y de uno de los trajes de Aura (Ornella Muti), por los maquillajes, hasta por los cielos multicolores que pretendían captar la ficción alegre de los cómics.

En sus ropas y decorados reside su fuerza hoy, justo lo que fue su debilidad antaño, pero además Flash Gordon no anda parca en épica, en romanticismo —qué decir de la despedida de Flash (Sam J. Jones) y Dale (Melody Anderson) en las mazmorras del palacio de Ming, acuciados por un reloj de arena que desafía a la física y contemplados con ternura por prisioneros en grilletes—, en piezas de acción a caballo entre la ortopedia y la pirotecnia de un concierto de rock. 

Maquetas animadas, puñetazos coreografiados, cruceros imperiales fastuosos y pequeños deslizadores monoplaza, hombres lagarto de traje de cremallera, hombres arbóreos muy machos en mallas verdes, hombres halcón dignos de tan voluntariosos en sus interpretaciones —esos tics en el cuello simulando ser aves inquietas—, rayos láser a punta pala, ciudades flotantes, alimañas de los pantanos, una luna secreta para el amor, canciones de Queen, y hasta la promesa final de una secuela que nunca llegaría. Y quiero pensar que todo eso y mucho más permanece aún en Flash Gordon, que no es sólo una película bella por el fenómeno freudiano y casi paranormal de la transferencia, por las horas invertidas que sus trabajadores, gente buena y honrada, pusieron en ella, por el amor con que la miro.

martes, 12 de enero de 2016

La Segunda Guerra Mundial contada para escépticos

Con la etiqueta "para escépticos", el escritor e historiador Juan Eslava Galán lleva unos cuantos libros que, aviso, no son los más apropiados para leer en libro electrónico. Juan Eslava Galán llena sus ensayos de notas a pie de página que se hacen ilegibles en un e-reader, dado que se amontonan todas al final del documento, y no en cada página como sería lo normal en su edición en papel. Así, el único ensayo suyo que permite cierta lectura electrónica completa sería Homo Erectus, que yo recuerde. Si vais a leer este libro, me temo que la única manera de disfrutarlo plenamente es en papel. Toca rascarse el bolsillo.

Parece mentira lo de la Segunda Guerra Mundial. Es la más famosa de las contiendas bélicas recientes. Todos manejamos datos y lugares comunes sobre ella. Hemos visto infinidad de documentales, películas y series de televisión. Los más nerdazos hasta la hemos recreado en videojuegos y juegos de mesa. Pero casi ninguno somos capaces de concretar más allá de la invasión a Polonia, del Holocausto, del desembarco de Normandía, de Stalingrado, de los japos kamikazes y de la bomba atómica. Y en este libro, ameno como él solo, Eslava Galán nos explica en breves capítulos los puntos más importantes de la contienda, pero también sus razones más básicas, y sus implicaciones más complejas, todo ello con el sentido del humor que caracteriza al autor de Una historia de la Guerra Civil que no va a gustar a nadieEl catolicismo explicado a las ovejas e Historia de España contada para escépticos

En lo personal, La Segunda Guerra Mundial contada para escépticos ha sido el libro que ha devuelto a mi tío Eduardo al redil de los lectores constantes. Lo que no pude conseguir en otras ocasiones, lo he logrado con De la alpargata al seiscientos, también del mismo autor, y con este libro: que mi tío vuelva a leer. Los veintidós euros mejor invertidos de mi biblioteca.

A la mar le gustan jóvenes

Yo tenía trece años la primera vez que le vi, y si no fuera porque me salvó la vida, con toda seguridad habría olvidado su rostro, su cuerpo atlético, el pelo denso y moreno, punteado de canas, y aquella mirada penetrante e implacable. 
Fue en agosto, en el verano de 1988. Mis amigos y yo nos creíamos excelentes nadadores y conocedores de aquel mar traicionero; las lenguas más viejas del lugar afirmaban que todos los años se llevaba a un par de víctimas, pero lo cierto era que no conocíamos ningún caso de muerte por ahogamiento: cuentos preventivos, pensábamos, para concienciar a los más jóvenes. 
No éramos del todo estúpidos y cuando arreciaba un fuerte temporal de levante, nos limitábamos a jugar al fútbol en la orilla endurecida por el oleaje, pero en cuanto la bandera del lejano puesto de los socorristas pasaba de roja a amarilla, nosotros considerábamos que ya era casi verde, y nos metíamos en el agua con verdaderas ganas, tras haber esperado fastidiados un par de días a que se sucediera ese ansiado cambio en el código de colores.
—Niños, tened cuidado, que hay mucha marejada —nos advirtió un anciano que tomaba el sol con su esposa bajo una sombrilla.
Le dijimos que sí, que no se preocupara, y nos zambullimos, felices como patos en un estanque. 
Ya en el mar, empezamos con esos juegos absurdos de masculinidad exaltada. Hacíamos pequeñas carreras dando brazadas en horizontal a la orilla o nos retábamos a ver quién buceaba más metros de entre nosotros cuatro. Aquella mañana éramos los de siempre: José, que insistía en que lo llamáramos Jose, con la pronunciación llana, Carlos, que también nos corregía cuando recurríamos al diminutivo Carlitos, Antonio, que se autobautizaría como Tono tan sólo unas semanas después, y un servidor, que no necesitaba hacer cambios en mi nombre para que sonara más moderno y atractivo, más hombruno, porque cuando en tu partida de nacimiento figuras como Bartolomé, no hay nada que puedas hacer al respecto, salvo recurrir a la modificación de Bartolo, que nunca me gustó demasiado.
De modo que estábamos allí, chapoteando y compitiendo cuando Jose, que siempre fue el más intrépido y botarate de nuestro grupo, propuso “ir a la primera boya”. Nos lo pensamos unos minutos. Aquel era un juego de muchachos, no de niños. Lo habíamos visto en práctica cuando espiábamos a los chavales más mayores del barrio, que solían ir con sus novietas más allá de las ruinas de Santa Bárbara, a cobijarse bajo la sombra de aquellas rocas. Allí se metían, lejos de los mirones, y se daban auténticos lotes con las chicas; también bebían cerveza y se liaban algún que otro porro. En ocasiones, se retaban a “ir a la primera boya”. La boya más cercana de la almadraba estaba a unos dieciocho metros en levante y a unos treinta en poniente, y había que llegar y regresar a la orilla. Si tocabas la boya el primero, podías permitirte abrazarte a ella unos minutos, antes de rehacer el camino a la inversa. Si ibas con cierto retraso y todavía aspirabas a ganar, debías limitar tu descanso a unos pocos segundos y volver a toda velocidad. Lo extraño es que no hubiera sucedido nunca una desgracia con aquel juego propio de descerebrados.
—No es por nada, pero con bandera amarilla no deberíamos…
—Anda ya, cagón —me interrumpió Carlos—. Si está más cerca que nunca y no hay ni olas siquiera.
Me encogí de hombros, pero tuve un mal presentimiento cuando miré a los ojos de Carlos y Antonio: tenían miedo. Me habría resultado hasta cómico, si no fuera porque yo tampoco estaba exento de cierto temor. Pero Jose, que cumpliría catorce años en breve, y había dado “el estirón”, parecía decidido a demostrarnos lo fuerte y lo macho que era, con sus musculitos recién marcados y esa nuez picuda que le había crecido en la garganta.
—Joder, tíos, qué rajados. Iré yo solo —presumió, zambulléndose con chulería.
Nosotros le seguimos. Cuando nos alineamos en posición, la proximidad de nuestros cuerpos nos dio valor, y hasta yo, que era con diferencia el más cauto de todos, dejé de preocuparme. Total, la boya estaba tan cerca, ¿qué podría pasar?
—Una, dos y… ¡tres! —canturreamos los cuatro.
Y echamos a nadar.

Alcanzamos la boya al cabo de pocos minutos. Carlos, Antonio y yo estábamos bastante cansados, pero exultantes: había estado chupado. Jose ya iba de regreso, batiendo piernas y brazos con excesiva teatralidad, como si se imaginara a sí mismo captado por cámaras de televisión.
—Qué fantasma es el Jose —dijo Antonio riendo.
—Está más fuerte que nosotros, el cabrón, pero el verano que viene le cogeremos la vez —comentó Carlos, escupiendo un salivazo.
—Pues parece que le cuesta, ¿eh? Fijaos, lleva ya un buen rato y no llega a la orilla —expuse yo.
—Eso por chulo. Si se dedicara a nadar y se dejara de poses, ya estaría en la toalla.
Los tres reímos, pendientes de Jose. Estábamos tan satisfechos con la pequeña proeza —jugar a “ir a la boya” tal y como hacían nuestros hermanos y primos de más edad— que ya ni siquiera necesitábamos permanecer en grupo.
—Bueno, chavales, ahí voy —dijo Antonio, soltándose del enorme corcho duro pintado de azul.
—Y yo también —anunció Carlos, poco después.
Yo los observé unos instantes y también comprobé que a pocos metros de la orilla, el avance de ambos se ralentizaba en exceso, para luego retomar el movimiento. Cuando tocaron tierra, cayeron rendidos sobre la arena y Jose les comentó algo a los dos. No sonreían, no se zarandeaban entre ellos bromeando, no se pavoneaban, no. Me miraban muy serios. Jose me gritó algo, pero no alcancé a comprender sus palabras. Antonio y Carlos también intentaban comunicarse conmigo, sin éxito, dado que el viento no soplaba a su favor.
Todo el valor que se me había subido a la cabeza, se evaporó al instante. Los testículos se me encogieron y un escalofrío me subió desde la ingle. Me llegaron algunas de sus palabras cuando aunaron esfuerzos chillando los tres al unísono. Decían algo sobre nadar fuerte.
Así que se trataba de eso. Cerca de la orilla parecía existir cierta corriente contraria al levante que anulaba por momentos al que nadara en dirección a la costa. 
Sin pensarlo dos veces —no podía darle más tregua a mi miedo—, abandoné la seguridad de la boya y avance hacia mis amigos.
 Quizá por la inquietud que me embargaba, debí gastar más esfuerzos de los necesarios para cubrir la mitad de recorrido, y cuando entré en esa balsa que anulaba el avance de mis brazadas, ya iba bastante cansado.
Ya sí podía oír las voces de mis amigos, que me animaban a nadar y me pedían que no me rindiera. Jose buscaba ayuda a su alrededor, pero era muy temprano y sólo estábamos en aquel trozo de playa la pareja de ancianos y nosotros. A lo lejos, distinguí a un tipo de mediana edad que corría hacia nuestra posición. A mí comenzaban a fallarme las piernas y advertí horrorizado que había tragado agua un par de veces. “Voy a morir”, pensé, aturdido por la revelación.
Entonces vi cómo aquel hombre se arrojaba al agua vestido y calzado, y acortaba la distancia que nos separaba.
—Tranquilo, chaval, que ya llego.
No respondí. Estaba demasiado ocupado intentando mantener mi cabeza a flote.
Me rodeó con un brazo y empezó a tirar de mí. Durante unos instantes, no nos movimos de allí, pero luego, con lentitud,  noté cómo avanzábamos, primero poco a poco, y a continuación con un ritmo normal. Yo estaba agotado pero alcancé a ver lo cerca que estábamos ya de la orilla.
Cuando mis pies tocaron fondo, salí del mar como borracho, para desplomarme sobre la arena. Me ardía el pecho y me dolía hasta el último músculo de mi cuerpo. Mi salvador se sentó junto a mí. Mis amigos le dieron las gracias al borde de las lágrimas. El anciano que nos había advertido del peligro no paraba de repetir una y otra vez: “Os lo dije”. Yo me eché sobre mi espalda y cerré los ojos, dejándome calentar por el sol. Entonces recordé que no le había mostrado mi agradecimiento a aquel hombre y me incorporé.
—¿Dónde está? —pregunté a mis amigos.
—No sé —contestó Carlos—. Dijo que volvería pronto.
Lo vimos bajar del chiringuito, traía refrescos para todos. Se aproximó a nosotros y lanzó las latas frías una a una.
—Gracias —corearon mis amigos.
—Oiga, señor, muchas gracias. Me ha salvado la vida —farfullé, todavía débil.
—¿Cómo podéis ser tan estúpidos? —su voz sonaba con un acento extraño; me recordó al español neutro de las viejas series de televisión de Disney—. Podríais haber muerto todos.
—A la mar le gustan jóvenes —añadió el viejo, mientras se rascaba sus piernas varicosas—. Yo he sido marinero, sé de qué hablo.
La frase me causó un hondo impacto, porque en los instantes más desesperantes que había vivido esa mañana, yo mismo había sido testigo de cómo el agua dejaba de ser un medio de diversión para tornarse en algo diferente, una fuerza natural y traicionera, que deseaba entrar en mis pulmones y en mi estómago, tomarme y reclamarme para sí.
El hombre sacó un par de latas de cerveza de la bolsa de plástico y tendió una al anciano, abriéndose la otra para él.
Bebimos y mis amigos comentaron la jugada, que si era un remolino, que si era una corriente, que menuda suerte que apareciera usted y cuanto más hablaban mejor se sentían. Dentro de unos días, restarían importancia al incidente, dentro de unos meses, la culpa no sería de nadie, porque eran “cosas que pasan”, dentro de un año, me achacarían a mí toda la responsabilidad de lo sucedido, por “acojonarme” y por no saber nadar tan bien como ellos.
Pero yo nunca olvidé que volví a nacer aquel día, que al mar le van los chicos —jamás volví a hacer el idiota en la playa— y que un extraño me socorrió y me rescató de una muerte segura. Sus facciones se me grabaron a fuego en la memoria.
El viejo volvió a su sombrilla y mi buen samaritano se despidió de nosotros. Observé cómo se alejaba con paso firme, con media melena cayéndole por los hombros, empapado aún de agua salada.

Transcurrieron dos años. Carlos, Antonio y yo seguíamos quedando para salir juntos en invierno, y además coincidíamos en clase, pero Jose había dejado los estudios y trabajaba con su padre. También se había echado una novia, una chica bajita y pechugona que lo traía loco, así que le perdimos la pista.
Los exámenes finales se acercaban y como lectura obligada, en clase de Lengua nos habían endilgado una novela histórica de cuatrocientas páginas que estaba causando furor en el país y buena parte del extranjero. Se trataba de La línea del Imperio y versaba sobre la toma de Gibraltar por los británicos, el exilio de los pobladores originales del peñón  y el nacimiento de un pueblo en la línea defensiva que se estableció para frenar cualquier intento de expansionismo por parte de los invasores.
El libro había tenido un éxito apabullante y sólo en España ya llevaba más de quince ediciones. Hasta se rumoreaba sobre una inminente adaptación cinematográfica desde Hollywood. El ayuntamiento de La Línea de la Concepción se proponía nombrar hijo adoptivo al autor, que estaría firmando ejemplares de su novela dentro de una semana, en una librería local.
Por aquella época, yo no veía la tele ni oía más radio que una conocida emisora musical. Dedicaba mi tiempo libre a los videojuegos y a leer. Me había convertido en un apasionado de la lectura; devoraba novelitas de ciencia ficción y terror, obras clásicas que compraba a precio de saldo en el mercado de abastos, tebeos de superhéroes y hasta las revistas del corazón de mi madre. Había oído algo sobre ese escritor, pero no sabía qué aspecto tenía y me importaba bien poco. Sin embargo, una tarde, ojeando un “Diez Minutos” que estaba bajo la mesita del comedor, me encontré con un artículo sobre el artífice del best-seller del año. Era una pequeña entrevista frívola y estúpida, y encajonada en ella, una fotografía del hombre que me había rescatado del mar. Se cubría medio rostro con una mano, lo cual le daba el clásico aspecto de escritor posado, y llevaba una barba densa y salteada de canas, pero reconocí sus ojos de inmediato, su mirada cortante y directa, y ese rictus triste que apenas disimulaba con una sonrisa.
Yo tenía un ejemplar de La línea del Imperio en mi habitación y sabía que en estos momentos, David Peñafiel, que así se llamaba el literato, estaría en el Hotel Poniente de mi ciudad, para acudir a su cita con la librería Piscis en las próximas cuarenta y ocho horas, de modo que decidí ir a por una firma. Supongo que deseaba comprobar si él me reconocería o se había olvidado de mí, del niñato irresponsable que por “ir a tocar la boya” estuvo a punto de no vivir para contarlo.
Esa misma tarde, inicié la lectura de la novela de Peñafiel. Liquidaba dos pájaros de un tiro, porque debía presentar un resumen de ese libro y más me valía ir quitándomelo de encima. Y dado que conocería al autor, no quería quedar con cara de idiota si el hombre me hacía un guiño referencial o comentario alguno sobre su obra.
Empecé a leer con reticencia, para quedar atrapado entre las páginas al cabo de pocos minutos. Era un texto vibrante, que no daba lugar al respiro y que te situaba en la España del siglo XVIII para llevarte por un viaje trepidante en la piel del protagonista, un soldado de fortuna que experimentaba un hondo cambio existencial mientras luchaba por su vida en el frente. Las abundantes descripciones nunca eran superfluas y preparaban el terreno para los diálogos, veraces y frescos. La acción ininterrumpida y la concatenación de sucesos interesantes no te permitía dejar la novela en uno de esos típicos momentos mediocres, similares a los intermedios televisivos para publicidad y que sueles detectar de inmediato cuando ya eres un lector curtido. El escritor afloja el ritmo y entonces introduces un marcador o doblas una esquinita, si eres de los que torturan libros. Pero en La línea del Imperio no existía tiempo muerto alguno. Era una gran novela y sólo la dejé reposar cuando me llegó la voz de mi madre desde la cocina, llamándome para la cena. Comprendía el por qué del éxito de Peñafiel: el tipo era un demiurgo en toda regla, un diosecillo hacedor, uno de esos capaces de crear arte y magia con una pluma o máquina de escribir.
Engullí la comida y regresé volando a mi cuarto, donde continué leyendo hasta muy tarde. 

La novela me robó hasta horas de sueño, y por ello, se me hizo tarde el día de las firmas en la librería Piscis. Con los ojos legañosos y todavía bostezando, me encaminé al centro, a ver si aún estaba allí el escritor. Eran cerca de las ocho de la tarde y cuando doblé la esquina comprobé con rabia que el local estaba cerrando. Iba a dar ya media vuelta cuando vi que a unos cien metros, David Peñafiel conversaba con una pareja de jóvenes en la acera que daba al cruce de la calle Clavel. Me aproximé con timidez a los tres y aguardé a una pausa en la charla para hacer notar mi presencia.
—Mire, creo que tiene usted a otro admirador rezagado, además de nosotros —comentó la chica, que era preciosa y también llevaba asomando en su bolso un ejemplar de La línea del Imperio.
Sonreí como un bobo y me encantó que el escritor reaccionara con alegría y familiaridad.
—¡Vaya! Si es Bartolo. Bueno, un placer, hasta otra.
—Adiós, ¡y gracias! —respondieron los otros dos, que se marcharon cogidos de la mano.
Peñafiel me dedicó una de esas miradas suyas, que dejaban entrever una inteligencia apabullante y también una cierta melancolía.
—¿Sigues nadando mar adentro con bandera amarilla? —preguntó él, en un tono cálido y bromista.
—Ni hablar. Cuando sopla levante en verano, me dedico a leer sobre mi toalla.
—Muy bien, chaval —respondió él, sonriendo.
—Oiga, quiero que sepa que me ha gustado mucho. Pero mucho, mucho. Está muy guay el libro.
Me sentí estúpido con una frase tan banal y simplona, pero él pareció captar mi enfado y lo atenuó con diplomacia.
—Aprecio un comentario tan sincero, Bartolo. Muchas gracias. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?
Extendí el libro, pero no hablé, porque sospechaba que acabaría tartamudeando alguna obviedad.
—Ah, claro, una firma, qué torpe por mi parte.
El tipo era encantador. Dejé de sentirme azorado. Sacó su estilográfica del bolsillo de la camisa y abrió la novela apoyándola en una de sus manos abiertas. Escribió con rapidez un par de frases y luego las rubricó con un trazo enérgico. Me devolvió el ejemplar y yo murmuré un “Muchas gracias”.
—Ahora, si me disculpas, tengo que irme —dijo, estrechándome una mano a modo de despedida.
—¡Espere!
—¿Sí?
—Por eso estaba usted aquel verano por aquí, ¿verdad? Se documentaba para su libro.
—Sí. Aunque he vivido en este pueblo muchos años, ¿sabes?
—Creía que era usted de Córdoba.
—Bueno, eso es lo que pone en la solapa, pero soy de todas partes.
Tenía sentido, porque su acento tan peculiar parecía la amalgama de un montón de dialectos locales.
—Un placer, chico, hasta otra —añadió, saludando ya mientras caminaba.
—Adiós —respondí yo. 
Cuando lo perdí de vista, abrí la portada y busqué en la solapa la dedicatoria: “A mi viejo amigo Bartolomé, que ante el mal tiempo, busca refugio en los libros. David Peñafiel”.
Bonito y con un guiño privado. Lo enseñaría en clase de Lengua y fabularía con historias alternativas al que me preguntara de qué nos conocíamos el escritor y yo. Lo sé, es una chiquillada, pero yo tenía quince años y aquello de fardar de estrecha relación con un conocido ilustre era emocionante para mí. Apuesto a que Peñafiel supo “leerme la mente”, y adecuó ese breve texto a propósito, para que me sintiera halagado y parte de su vida, que a mí se me antojaba con mucha clase y estilo.

Transcurrieron veinte años. Dos décadas en las que crecí, sufrí, disfruté, amé y odié, como todo el mundo. Mi vida no fue muy apasionante y poco hay que contar de ella. Perdí el contacto con mis amigos de la infancia y conocí a otros que los sustituyeron. Dejé embarazada a una chica y me casé con ella. Dos errores consecutivos. El matrimonio no tardó en volverse desastroso, así que nos separamos un tiempo y acabamos divorciándonos. Ella se quedó con la custodia de Alicia, nuestra hija, y con el piso que compartíamos. Yo volví con mis padres mientras encontraba una casa de alquiler. Mi empleo como guardia de seguridad apenas me daba para cumplir con el pago mensual por manutención, ayudar a mis padres y ahorrar algo para mí, pero tenía una ventaja inmejorable: muchas horas muertas para leer y escribir. El aburrimiento, ese mal endémico en los de mi gremio, que afectaba tanto como para ser la principal causa de despido voluntario, no existía para mí. Yo no necesitaba oír la radio nocturna, ver la tele o jugar a videojuegos en una consola portátil. Devoraba todo tipo de libros y aprovechaba la tranquilidad de los últimos turnos para darle a la tecla en mi portátil. Sabía que jamás sería un escritor de éxito, pero colgaba mis relatos en la red y me contentaba con los comentarios positivos de un pequeño grupo de fieles seguidores. No escribía por necesidad, no era algo innato en mí. Ni siquiera disfrutaba haciéndolo. Me enfrentaba a la pantalla en blanco de mi Sony con la terquedad del aprendiz que aspira a dominar un oficio, aún a sabiendas de que una vez logrado, habría artesanos mejores ofreciendo productos de mayor calidad en el mercado. Escribía como reto, buscando siempre el techo que me aplastara la cara y me hiciera comprender que ya no podría hacerlo mejor. Pero a mis treinta y cinco años, todavía no había tropezado con ese tope, con esa meta, y me esforzaba cada noche por llegar a ella.
Mi rutina era siempre la misma. Las rondas de rigor por el hipermercado, el solar de una obra o comunidad de edificios y luego un ratillo de lectura. De nuevo otra vuelta linterna en mano, pensando en lo que escribiría y después la composición de unas cuantas páginas en el procesador de textos. Así día a día, mes tras mes, año por año.

Aquella tarde era domingo y tenía libre hasta el lunes por la tarde, así que dediqué un tiempo a desembalar las cajas que todavía estaban cerradas en el garaje de mis padres. Contenían libros, discos y cachivaches varios de la mudanza que precedió al fin de mi matrimonio. Era increíble cuántos objetos se podían llegar a acumular; la mayoría de ellos me importaban bien poco, pero recordaba que había libros en esas cajas, y la humedad de las paredes no tardaría en empaparlos y arruinarlos. Hice espacio en las estanterías de mi cuarto y luego bajé al garaje, armado con un abrecartas, un paquete de cigarrillos y varias latas de cerveza.
Abrí la primera de las siete cajas, que por su peso y la casi ausencia de espacios libres al agitarla, tenía todo el aspecto de estar llena de libros. Y así era. Fui sacándolos uno a uno y amontonándolos en pequeñas torres. A veces me detenía unos segundos, cuando daba con uno que me traía gratos recuerdos, o con el clásico best-seller de temporada cuya lectura había acabado postergando. A esos, los depositaba en otra pila distinta.
Cuando estaba ya terminando el contenido de la caja de cartón, me topé con La línea del Imperio, de David Peñafiel. Sus páginas habían amarilleado un poco, pero por lo demás, se encontraba en excelente estado. Leí después de tanto tiempo la dedicatoria del autor y recordé cuánta ilusión me había hecho. También me asaltó la vívida proyección de una película mental que a veces tomaba mis sueños más agitados. Esa tarde de verano en la que estuve a punto de morir ahogado en mi playa de toda la vida y a escasos metros de la orilla. Jamás olvidé aquello. No es que hubiese desarrollado fobia al mar, ni muchísimo menos, pero sólo nadaba cuando no existía el peligro de olas o de caprichosas corrientes. Sin embargo, sí que había olvidado a Peñafiel. 
Encendí otro pitillo. Durante un par de años, su novela histórica había arrasado en ventas, se tradujo a más idiomas de los que puedo recordar y hasta sufrió la inefable adaptación al cine, un horror de película, con Tom Clayton como el soldado inglés desertor y Julia Rowlands como la moza española que lo cobijaba bajo su techo y se enamoraba de él. Dirigía Steven Sarafian con un presupuesto más que holgado, pero ni con ésas: La línea del Imperio fracasó en taquilla y sólo recuperó dinero con la edición en formatos domésticos y los derechos para pases televisivos.
Mi pueblo dejó de recibir aluviones de visitantes a medida que la popularidad de David Peñafiel no se renovaba. Y tras la fallida película, su nombre tal vez no se hubiese resentido si hubiera continuado publicando novelas, pero no fue así. El tipo, sencillamente, desapareció. ¿Qué sabía yo de él?, ¿qué era lo último que recordaba haber leído o visto sobre su figura? Que se había comprado una casa en una localidad gallega, o algo así.
Apagué el cigarrillo y subí las escaleras hasta mi casa. Encendí el portátil y me conecté a Internet. Tecleé “David Peñafiel” en el buscador y fui filtrando aquellas páginas que repetían la misma información escueta y anticuada. Con paciencia, fui leyendo un site tras otro, y en todos coincidían en que el escritor estaba retirado y apenas salía de su refugio en Galicia.
Busqué imágenes de él y todas eran de una pésima calidad. Respondían al aspecto que tenía Peñafiel el año que publicó su pelotazo editorial. Barba canosa, melena hasta los hombros y gafas de sol. De vez en cuando, daba con una fotografía suya sin el complemento para los ojos, y cuando así era, jamás posaba para la cámara. Con todo, pese esquiva y deliberadamente disimulada, ahí estaba su mirada, sagaz y penetrante. Sonreí. “Joder con la Greta Garbo de las letras”, me dije.
Encontré breves biografías suyas que diferían en pocos detalles. David Peñafiel había nacido el 8 de diciembre de 1952 en Rota, Cádiz. Se licenció en periodismo y trabajo como freelance para una popular agencia de noticias. Durante tres años colaboró en un programa de radio, en calidad de experto en historia medieval y luego le llegó el éxito con su primera novela. En pleno boom de La Línea del Imperio fue espaciando sus apariciones promocionales y sus entrevistas concertadas. Ni siquiera acudió a la Feria del libro de Madrid. Un día, se esfumó y poco más se supo de él. La prensa rosa atacó buscando sangre, pero no encontraron nada a lo que agarrarse. Le concedieron el Premio Limón en 1992. Como Peñafiel no había escrito precisamente El guardián entre el centeno, el mundo no se dedicó mucho tiempo a indagar en su vida privada. Buena prueba de ello es que su nombre en Google sólo arrojaba ocho páginas de resultados, en su mayoría webs y bitácoras de copia y pega. Y si no estás en Internet, no eres nadie. 
Pero el tío era más intrigante que todas las temporadas de Expediente X juntas. ¿Por qué ese exilio voluntario tan repentino cuando podría haber exprimido la gallina de los huevos de oro durante años?, ¿por qué, si de verdad era un escritor vocacional, no disfrutó publicando más novelas, ya sin frustrantes negativas de ninguna editorial?, ¿por qué era tan hosco y reservado de cara a los medios de comunicación? Era todo tan raro…

En la cocina, mis padres cenaban, narcotizándose con televisión.
—Sírvete, Bartolo —dijo mi madre.
Me senté a la mesa con ellos, y picoteé unas croquetas.
—¿Os acordáis de David Peñafiel?
—¿Quién? —preguntó mi padre.
—El escritor ése del libro sobre La Línea y Gibraltar —ayudé yo.
—Ah, sí, ¿qué pasa con él?
—Nada, es que he encontrado entre mis cosas el ejemplar que me firmó hace veinte años. ¿Qué fue de ese hombre?
—Se compró una granja, ¿no?
—Era un pazo, se compró un pequeño pazo —corrigió mi madre.
—Eso —asintió él.
—Come más, hijo —mandó ella.
—No, no me apetece. Bueno, voy a seguir ordenando las cajas del garaje —les dije.

Me gusta recordar a mis padres así, tranquilos, relajados, viendo chorradas de Tele 5 en la cocina.
Murieron muy seguidos los dos, unos diez años después y fue un duro golpe para mí. Tardé en superarlo. A veces me excedía con el alcohol, hasta que dejé de consumirlo cuando una mañana desperté con los mismos temblores que tantas veces había visto en mi viejo cuando era más joven.
El piso familiar pasó a mi disposición, ya que yo era hijo único, y mi situación económica mejoró, porque mi niña ya había cumplido los dieciocho años y, en consecuencia, no debía pagar su manutención.
Yo seguía trabajando como guardia de seguridad, leyendo todo lo que caía en mis manos, y continuaba escribiendo. Cada día, mil palabras, ésa era mi norma autoimpuesta, que sólo me salté el tiempo que estuve alicaído y triste por la pérdida de mis padres. Los médicos lo llaman “duelo”. Una palabra demasiado bonita y amable para aquellos largos meses de pena y melancolía. 
Intenté escribir una novela, pese a que me sentía más en mi territorio escribiendo relatos. Usé como modelo el libro de Peñafiel. Lo había releído unas cuantas veces a lo largo de los años y me sorprendía cómo se mantenía fresco y vigente; dentro de ese género conocido popularmente como “novela histórica”, en la que tantos textos vulgares y plúmbeos llegaban a los comercios, La línea del Imperio seguía siendo una honesta historia de aventuras y amoríos en el siglo XVIII. Qué lástima que Peñafiel no hubiera continuado su carrera como escritor, porque leerle era un placer.
Mi novela no cuajó y me centré en los cuentos. Y la vida pasaba, los meses volaban y los años también. Mi hija, Alicia, se casó. Fue una bonita boda. Asistí a la ceremonia, pero no al banquete. Mi mujer se había vuelto a casar, y no es que yo sintiera nada por ella, pero malditas las ganas de verla con otro hombre. Además, no tenía a nadie con quién ir y me habría molestado muchísimo advertir miraditas de compasión o un exceso de amabilidad durante el ágape. Yo no me sentía desgraciado, solo o fracasado, pero mi entorno más cercano había decidido que ése debía ser mi papel. Es curioso cómo los demás a veces te adjudican un rol y lo difícil que resulta no complacerles. Eso me recordó a Peñafiel. Es como si todos hubiéramos dado por hecho que tras el éxito de su primer libro, el hombre seguiría publicando, porque es lo que debe hacer un escritor, ¿no?

Mi hija se había marchado a Mallorca, dado que su marido era de allí y había logrado uno de esos puestos de trabajo irrechazable: bien pagado y con posibilidades de futuro. Manteníamos el contacto gracias a Internet y charlábamos por servicios de mensajería instantánea varias veces al mes. Me gustaba la red. Era algo fantástico, sin duda. Tenía un directorio en mis enlaces favoritos con un buen grupo de periódicos digitales y portales con contenidos de actualidad. Se había convertido en parte de mis hábitos desayunar leyendo en la pantalla de mi portátil las noticias del día. Así fue como una mañana el corazón me dio un vuelco de mil pares de demonios. Casi derramé el café sobre el teclado del ordenador. Un escritor local presentaría en Palma su libro, fruto de dos años de trabajo, comentaba el redactor. Había una imagen del autor. Alguien le estrechaba la mano y él permanecía ladeado. Cualquiera que no lo conociera no pensaría que estaba evitando exponer el rostro, y que había sido casualidad: otra de esas fotos digitales de pésimo encuadre y composición. Pero no. Yo sabía que a aquel hombre no le gustaba mirar al pajarito, ni decir patata. Era David Peñafiel. 
Guardé la imagen y la amplié con un programa de edición. Peñafiel llevaba esta vez el cráneo rasurado y se había dejado bigote y barbilla. Vestía una chaqueta deportiva y unos vaqueros. Calzaba zapatos de estilo náutico. Estudié la mitad de su rostro, aumentado el archivo gráfico hasta que empezó a perder definición: parecía tener la misma edad que cuando lo vi por primera vez, en la playa.
Fui a la cocina y preparé otro café. Sequé la mesa con servilletas de papel mientras reflexionaba. Era imposible que fuera él. Ya debía estar criando malvas, como lo estaría yo pronto si dejaba volar mi imaginación de esa forma con cada extraño que me recordara a alguien de mi pasado. Me fumé un pitillo argumentando contra mí mismo una explicación que no terminaba de satisfacerme. “Bartolo, David Peñafiel fue la única personalidad célebre que has conocido en tu aburrida vida. El tío te causó una honda impresión cuando eras un crío y ahora que estás viejo, ves fantasmas donde no los hay”. Leí otra vez la noticia, buscando de nuevo el nombre del tipo aquel de Mallorca. Luis Maldonado González, aunque en la portada de su libro no aparecía el segundo apellido. “David Peñafiel, Luis Maldonado”, murmuré. Ambos parecían nombres artísticos, a la antigua usanza, de cuando las figuras célebres se hacían llamar Alfredo Mayo o Carmen Sevilla. “Bueno, ¿y qué? Aunque fueran apellidos impostados por su bonita sonoridad, ¿qué más da?”, me rebatía a mí mismo. Pero ese tal Luis… ¡se parecía tanto a Peñafiel! Y eso que apenas le había visto la cara.
Busqué más información sobre Luis Maldonado en la red, pero ningún resultado arrojado trataba sobre el novel escritor mallorquín. Entonces se me ocurrió buscar la editorial de su novela, La isla de la calma. Editorial LLucmajor parecía especializada en diccionarios y guías turísticas. En la ficha del autor, sorpresa: una foto del mismo con gafas de sol y una breve biografía que podría haber sido redactada por cualquiera. Un pequeño texto que de seguro nadie habría verificado. Luis Maldonado era un carpintero oriundo de Barcelona, pero vivía en Mallorca desde hacía diez años. Enamorado del archipiélago balear, había escrito varios cuadernos de viaje, siendo La isla de la calma el primero de ellos en ser publicado.
Repetí el proceso de guardar la imagen para luego manipularla con mi ordenador. La amplié y tapé con una mano la parte superior del retrato, su frente y sus ojos ocultos tras las gafitas de cristales espejados. Me esforcé en su nariz, sus pómulos y su mentón. Pero aquel ejercicio no me aclaró nada. En mis dos encuentros con Peñafiel, el misterioso escritor llevaba abundante barba y el cabello largo, con algunos mechones que le caían sobre las mejillas. Imposible. Necesitaba ver y oír a Luis Maldonado para salir de dudas. Tal vez ya no tuviera el acento de un doblador de español neutro para películas Disney, pero nada podría disimular su mirada, tan potente y tan triste a la vez, ni siquiera unas lentillas de colores.
Al carajo, estaba decidido: iría a visitar unos días a mi hija y a mi yerno. Y asistiría a aquella presentación del libro de Maldonado. Si allí descubría que ese tal Luis era quién afirmaba ser, yo mismo concertaría una cita para mi médico de cabecera nada más regresar a mi pueblo, y le contaría sobre mi tonta obsesión, para que el psiquiatra me examinara y medicara en consecuencia.

Alicia se alegró sobremanera de mi inminente llegada. Le sorprendía que yo hubiera decidido salir unos días de viaje y me dijo que estaría esperándome en el aeropuerto junto a su marido. También me había preparado una habitación; se negaron en redondo a que me alojara en un hotel, como yo pretendía.
Hacía calor en el aeropuerto. Fue muy agradable advertir lo feliz que era mi hija. Su pequeña familia tenía visos de fortalecerse a cada año que pasaba, y me alegré por ella. Ricardo me ayudó con el ligero equipaje y en el trayecto en coche nos pusimos al día los tres sobre nuestras vidas.
La casa era de tamaño mediano y no estaba muy lejos del centro, tal y como me habían comentado. Mi habitación en la planta baja estaba cercana al baño y la ventana daba al jardincillo.
Durante la cena me notaron algo nervioso, así que les disfracé el motivo, dado que no quería mentirles. Les comenté que estaba allí por ellos, pero que también me interesaba conocer a un escritor local. Les dije que el tipo era novel y desconocido, pero que yo había sido amigo de su padre. Luego desvié el tema de conversación y charlamos sobre asuntos triviales un buen rato. 
Más tarde, me despedí de ellos, esta vez sin necesidad de excusas o medias verdades: estaba algo somnoliento por el viaje en autobús a Málaga y el posterior vuelo hasta las Baleares.

Al día siguiente, por la mañana, mi yerno me acercó en coche a la sala de presentaciones. Yo estaba tan nervioso como un adolescente en su primera cita y hasta Ricardo lo notó.
—¿Está usted bien?
—Sí, todavía un poco cansado, eso es todo —mentí.
Ricardo hizo una breve parada y me apeé. Le di las gracias y le dije que volvería en autobús. Él insistió en que usara mi teléfono móvil y lo llamara, y para que se marchara, le contesté que así lo haría.

En el acto había más periodistas locales y políticos de segunda que verdadero público, de modo que había sillas de plástico de sobra. Escogí situarme casi al final, porque quería estudiar con detenimiento a Maldonado.
Una deficiente megafonía amplificó los prolegómenos, con un breve saludo a los asistentes y una descripción de la obra promocionada. Se hizo hincapié en el amor que el autor sentía por la isla y cómo lo había plasmado en su obra. Maldonado sonreía con cara de esfinge; era una mueca entre la alegría y la cara de circunstancias. Llevaba una camiseta celeste, vaqueros, zapatos náuticos y unas gafas ahumadas sobre la cabeza. Me miró. Me distinguió sin problemas de entre todos los presentes. Casi estuve a punto de ocultarme tras la espalda del asistente que tenía delante, como cuando en mi época de estudiante se acercaba el turno de los problemas matemáticos en la pizarra y agachábamos la cabeza, esquivos. Pero no, por esta vez lo afronté. Qué demonios, había venido a la caza de un misterio y el muy zalamero me estaba retando. Soporté su mirada, él sonriente, yo pálido como un cadáver. Entonces alzó los dos pulgares hacia arriba, en señal de aprobación. Casi me desmayé allí mismo. Era Peñafiel, y me estaba tomando el pelo, como si yo fuera un perro de presa y me premiara por mi perseverancia al seguir el rastro. Abandoné la sala y me fumé un cigarrillo bajo el sol de la media mañana, mientras dejaba de temblarme el pulso. Y lo cierto es que no sabría asegurar si estaba asustado, molesto o excitado. ¿Cómo podía seguir Peñafiel tan joven?

La presentación de La isla de la calma tocó a su fin; hubo muchos apretones de manos, muchas sonrisas y se dispararon medio centenar de fotografías desde pequeños dispositivos digitales. Peñafiel me hizo un gesto para que esperara afuera. Me encendí el quinto cigarrillo de la jornada. Me temblaban las piernas un poco.

—¡Bartolo! ¿Cómo estás? —dijo él, con un ejemplar de su libro bajo el brazo
—Eres tú, ¿verdad? —contesté yo, descortés, haciendo caso omiso a su cálido saludo.
—Sí, hombre, sí, soy yo. Toma. Y dedicado, como a ti te gustan —me alargó el libro; en la portada se atisbaba una vista aérea de Mallorca.
Me dio una palmada en la espalda.
—Vamos a tomar unas cervezas, ¿no? —propuso el escritor.
—De acuerdo —accedí yo, tan parco en palabras y gestos que hasta a mí me desagradaba.
—Relájate, hombre. Pareces un aburrido señor de mediana edad.
—Supongo que eso es lo que soy —repliqué—. Lo interesante aquí es saber qué eres tú.
Peñafiel me dedicó una de esas sonrisas tristes suyas. Seguía teniendo ese acento neutro de antigua película Disney. El cráneo rasurado y el bigote con perilla le daban un aspecto diferente a las barbas y la melena larga mesiánica que llevaba cuando lo conocí, pero físicamente no había cambiado casi nada. Seguía siendo un tipo delgado y alto. Yo, en cambio, había echado una prominente barriga, tenía una calva de fraile en la coronilla, arrugas por todo el cuerpo y mi espalda comenzaba a encorvarse.
—Soy un hombre seco, Bartolo. Primero mojemos el pico y luego me preguntas todo lo que quieras.

Nos encontrábamos en una concurrida terraza, y el camarero acababa de servirnos el pedido: cervezas y unos platitos con carne estofada y patatas.
—Todavía estás algo pálido, pero ya vas recuperando el color —me dijo Peñafiel—. Adelante, pregúntame lo que quieras.
—¿Eres inmortal?
—No —dio un buen trago de su bebida y se golpeó el pecho con afectación—. No, no lo soy.
—¿Qué eres? ¿Un vampiro o…? 
—Bartolomé, las criaturas de la noche no existen. Olvídate de licántropos, chupasangres y cualquier ser de origen sobrenatural.
—Viniendo de ti, tal afirmación no deja de ser bien rara.
Peñafiel rió con mi respuesta
—¡Bravo! Empiezas a tranquilizarte.
—¿Qué edad tienes? —pregunté a bocajarro, como si fuera importante llegar al meollo de la cuestión, no fuera que aquel tipo se desintegrara en cualquier momento, dejándome más intrigado aún de lo que ya estaba.
—Cuatrocientos diez años. Tranquilo, bebe un poco y respira hondo.
Me sobrepuse de inmediato. Mi curiosidad no me permitió más soponcios de dama de folletín.
—Estoy bien —expresé. Los ojos de Peñafiel reflejaban preocupación.
—¿Padeces del corazón, Bartolo? Tal vez este encuentro sea demasiado excitante para ti, yo…
—No, estoy perfecto. Ni se te ocurra largarte —ordené, casi—. Por favor…
—De acuerdo.
—¿Por qué no envejeces? —proseguí yo con mi interrogatorio.
—Oh, sí que lo hago, pero a un ritmo más lento que el resto de la humanidad. Sobre los diecinueve o veinte años, dejé de oxidarme como un hombre cualquiera. De tal modo que veinte años después, seguía teniendo el aspecto aniñado de un jovencito. Fue la primera vez que tuve que cambiar de nombre y de domicilio. Por menos motivos, había visto a gente morir quemada.
—De modo que dejaste de “crecer” al finalizar la adolescencia.
—Sí, más o menos.
—¿Por qué?
—Ni idea, créeme. No lo sé. Estoy por estudiar campos afines a mi... ¿dolencia? La ciencia ha avanzado una barbaridad en este último siglo. Genética, ya sabes.
—Podrías pedir ayuda a algún especialista, a alguna universidad.
—No, no lo creo. Sería el hallazgo de sus carreras, se irían de la lengua como colegialas en una acampada. Y yo acabaría privado de mi libertad, siendo el proyecto secreto de alguna gran corporación farmacéutica. 
—¿Puedes morir?
—Por supuesto. Ninguna enfermedad ha podido conmigo de momento, pero no soy un superhéroe, Bartolomé. De hecho, es un milagro que haya durado tanto sin que un accidente fortuito me liquidara, sin que un atracador me rajara el gaznate o sin que el mar me reclamara para sí, una vez que salvé a un chico de morir ahogado.
Sonreí. Con Peñafiel delante, joven, parecía que aquello había sucedido ayer. Puede que el tiempo sea una ilusión, como dicen los físicos, pero cuando tus manos están moteadas de manchas y lunares, cuando los huesos te crujen como una carraca de feria, cuando tus dientes amarillean y tu piel deja de ser tan elástica, la relatividad del tiempo no es más que una bonita abstracción teórica.
—¿Sigues leyendo y escribiendo? —preguntó él.
—Sí.
—Me gustaría leer algo tuyo.
—No, por favor. Es basura, nunca seré un buen escritor.
—Créeme: con dedicación y tiempo, puedes ser lo que quieras. 
—Nos estamos desviando.
—Ah, sí, tu tercer grado —sonrió él.
—¿Estoy siendo muy brusco? Perdona. Compréndeme: eres lo más fascinante que me ha pasado en la vida.
David Peñafiel arqueó una ceja, entre divertido y escéptico.
—Vaya, ¿tan aburrida ha sido tu existencia?
No contesté. Nos miramos durante unos segundos. 
—¿Hablar conmigo sobre mi monstruosa longevidad es mejor que tu primer beso, que tu primer amor, que el día que tu hija pronunció “papá” por primera vez?
—¿Cómo sabes que tengo una hija?
—Me lo comentaste de camino al bar.
—¿Tienes hijos?
—No. Sospecho que mis soldaditos testiculares murieron hace mucho. O nunca estuvieron ahí, no lo sé. El caso es que jamás he tenido descendencia.
Peñafiel pidió otra ronda de cervezas. Las preguntas seguían bulléndome en la cabeza como si ésta fuera el caldero de un aquelarre.
—¿Hay más como tú?
—Sí. Cuando nos encontramos, sentimos como una especie de malestar físico y nos vemos impulsados a luchar con nuestras espadas. Ya sabes, sin perder la cabeza, porque “Sólo puede quedar uno”.
Reí con franqueza y Peñafiel hizo un gesto de merced teatral.
—Adoro esa peli —comenté, encogiéndome de hombros.
—A mí también me gusta. 
— ¿Cómo ganas dinero?
—Sólo tres personas, incluido tú, me han desenmascarado a lo largo de estos cuatro siglos. Y cuando se aseguraban de que no era un monstruo infernal, siempre acababan preguntado lo mismo: la cuestión económica.
—El dinero es lo que mueve el mundo —argumenté, no demasiado orgulloso por aquella frase hecha.
—Podríamos discutir largo y tendido sobre esa afirmación, Bartolo, ya lo creo que sí.
Bebió un generoso trago de cerveza y me ofreció un pitillo. Fumaba Marlboro, advertí curioso.
—¿Recuerdas a qué se dedicaba el personaje protagonista, Connor MacLeod, en aquella película?
—Sí, era anticuario. ¿Inverosímil, tal vez?
—No, tan sólo… poco práctico. Fui soldado de fortuna y logré acumular cierto capital. Me retiré antes de agotar mi suerte y me dediqué a escribir con toda la determinación del mundo. Con el tiempo, fui el “colaborador no acreditado” de grandes figuras de las letras de este país. Y también en las Américas trabajé codo con codo con más de un autor célebre.
—¿Eres un negro?
—Ajá. El mejor del gremio. Y si quieres conservar tu ilusión, no me pidas que te enumere las supuestas obras maestras de la literatura que un servidor ha escrito a la luz de las velas y los candiles.
Pero se lo pedí, y Peñafiel, que en el fondo deseaba desahogarse y tal vez sacar pecho ante un admirador que moriría guardando su secreto, me recitó un buen número de obras en las que había participado con su pluma parcial o totalmente, novelas célebres en su mayoría; muchas de ellas leídas por mí a lo largo de mi vida.
Una media hora después, él insistió en pagar la cuenta y se despidió de mí con uno de sus vigorosos apretones de manos.
—Sigue escribiendo, Bartolo. No lo dejes —me dijo, antes de darme la espalda y emprender su marcha.
—No lo dejaré —contesté. Y me asombró la convicción en mi respuesta, tanto que la volví a repetir, en voz baja, más para mí que para él.

Pasé el resto de la semana con Alicia y Ricardo, y luego retorné a mi pueblo, tras prometer a mi hija y a su marido que nos veríamos con más frecuencia.
Cuando llegué a casa, escribí. Escribí como nunca lo había hecho, seguro de mí mismo y disfrutando cada composición, cada párrafo, cada página, sin necesidad ya de alimentar mi hábito con un horario o una producción constante. Peñafiel, Maldonado o cualquiera que fuese el próximo nombre que adoptara ese humano inoxidable, me había demostrado que la insistencia era la clave, y que la semilla del talento siempre acabaría germinando. Era sólo cuestión de tiempo. 

Hoy, las olas rugen y el viento de levante deposita granos de arena en el alféizar de mi ventana. “A la mar le gustan jóvenes”, recordé. Era un buen tema para un relato corto. Abrí mi portátil y empecé a trabajar.

El luminoso canal de Darth Zephan

Cuando fui a un multicine de Puerto Banús a ver de estreno La Amenaza Fantasma, el famoso Episodio I de la nueva trilogía de Star Wars, lo hice con algo de ilusión, pero no con la misma alegría con la que fui a ver El Retorno del Jedi siendo un crío sobre 1983, 1984. Entonces se me ocurrió que allí mismo podía haber algún niño a punto de recibir un bautismo de fuego en la sala oscura, un futuro warsie en ciernes, de la mano de sus padres, haciendo cola. Asomé la testa y busqué en la fila, sin éxito. Se lo comenté a mi primo a la salida de la película, que para nosotros había sido sólo una buena peli, pero que aquel mismo pase podría haber transfigurado a más de un niño. Mi primo asintió, comprendiendo lo que quería decirle. Ambos eramos niños Star Wars y sabíamos que ese legado se podía volver a entregar a las nuevas generaciones a través de estas películas.

Hoy sé casi a ciencia cierta que Darth Zephan fue un niño Star Wars a finales del siglo XX, probablemente deslumbrado por Darth Maul y su sable laser doble, por Qui-Gon Jinn y su paz interior, por las carreras de vainas y hasta por Jar Jar Binks, criatura esta que ni a mi primo Antonio ni a mí nos pareció tan desastrosa aquel verano de 1999.

Darth Zephan es un loco de Star Wars que lleva un canal en Youtube al que estoy suscrito. Con un micro y relajantes videomontajes expone teorías y explicaciones varias, además de conferenciar sobre mil y un elementos de Star Wars, tanto de lo visto en las películas como en lo añadido a través del Universo Expandido, del que es también un gran conocedor. Del mismo modo que la Fuerza se contempla desde dos aspectos, los hechos en Star Wars a veces están sujetos a un canon fílmico y a otro conformado por libros, videojuegos, series de animación y hasta mazos de cartas, y Darth Zephan pone orden en este delicioso caos con sus vídeos, separando el grano de la paja en cada intervención.

Si os interesa ya no sólo Star Wars sino también cualquier producto asociado a la franquicia (son especialmente didácticos sus gameplays dedicados a Knights of the Old Republic, videojuego de Bioware más conocido por sus siglas KOTOR), estaréis muy cómodos en su canal de Youtube, que dejo aquí abajo. Salud y que la Fuerza os acompañe.

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Los años 80 en 80 películas: Fama

Fama

Título original: Fame
Año: 1980
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: Alan Parker
Guión: Christopher Gore
Música: Michael Gore
Fotografía: Michael Seresin
Intérpretes: Irene Cara, Lee Curreri,
Laura Dean, Antonia Franceschi, Paul McCrane

Con Fama sucedió algo paradójico: la película tuvo tanta aceptación y caló tan hondo que generó una serie de televisión que casi devoraría a su madre. Esta serie, también llamada Fama y que se extendería a través de cinco temporadas desde 1982 hasta 1987, contaría con parte del reparto original, y repetiría temática y argumento, con las naturales variaciones y diferencias entre formatos. La serie de televisión fue también un sonoro exitazo, llegando a superponerse a la película, de manera que fuimos muchos los que accedimos a Fama primero a través de la serie y luego ya, por curiosidad, indagamos en la película, generalmente alquilada en cinta de vídeo o vista en algún pase televisivo por los canales nacionales y/o autonómicos. Ahora, sin embargo, transcurridas las décadas, olvidada —nadie hace “Remenber!” con ella, como nos pedían todos los actores en el capítulo final— hace tanto la serie, se han invertido las tornas, y vuelve a ser la película el referente original cuando hablamos de Fama, incluso su remake, antes que una serie de televisión cansina y naíf cuyo mayor atractivo era ver liarse entre sí al reparto cambiante de veinteañeros —más cerca todos de la treintena que de la veintena— que simulaban ser adolescentes.

Pero tampoco esta Fama de Alan Parker sobrevive demasiado bien. Supongo que lo que peor ha envejecido es la base misma de la idea que sostiene al filme. Ahora ya sabemos que para llegar a la fama, para ser una celebridad, el camino no pasa necesariamente por la formación, el estudio y el esfuerzo. Ya no es indispensable una escuela pública de artes interpretativas. Tampoco las dos set pieces musicales ayudan mucho a la hora de no catalogar como ñoña a Fama: ni los jóvenes bailando en plena calle, en el portal de la high school, o en la cantina de estudiantes parecen, vistos hoy, lo que pretendían ser, energía pura definiendo a los personajes. En su lugar, todos parecen aficionados haciéndose pasar por enfebrecidos músicos y bailarines de cierta solvencia. Las dos piezas multitudinarias pretenden dar a entender que no hay nada ensayado y es entonces cuando se manifiestan más artificiales todavía. Pero la historia de amor entre Ralph (Barry Miller) y Doris (Maureen Teefy) sí transmite autenticidad: un joven portorriqueño cómico y extrovertido colado por una jovencita judía encerrada en sí misma que sueña con ser una gran actriz.

La película es visualmente sólida, con una fotografía luminosa y naturalista. Fama encuentra su mejor eco en alta definición, como la repasó este cronista en su fiel proyector. Hoy, que podemos emular la calidad del cine en la propia casa, Fama se ve y se oye como se concibió, y ese es su punto fuerte.

Fabiografía

Hace ya unos cuantos años, durante el reality show de la MTV Alaska y Mario, pudimos ver cómo Mario Vaquerizo hablaba con Fabio McNamara sobre la realización de su biografía. El que fuera compañero de juergas de Almodóvar y una de las cabezas más visibles de lo que se daría a conocer como la Movida madrileña, tendría su propio libro. Y servidor, con más maldad que un vecino, supo que estaría ahí más tarde que pronto para leerlo y opinar sobre él.

McNamara era un pijo que hizo sufrir a sus padres (hasta cinco ciclomotores le llegaron a robar por alelado, hasta un piso comprado por sus padres llegó a perder) con ciegos constantes durante años y con periplos inútiles por clínicas de desintoxicación, todo bajo la apenada mirada de unos familiares que no sabían ya qué hacer con semejante personaje. Pérdidas de peso vaticinadoras de nada bueno, ingresos en hospitales, recuperaciones y recaídas... Y mientras tanto, gente más lista como Almodóvar se labraba una carrera profesional sobre la espuma de la última ola de la Movida.

En Fabiografía, McNamara hace una comparación entre las drogas y la espiritualidad, y es el único momento del libro en el que deja de recordar orgulloso sus juegos de palabras, sus modelitos de lycra, plástico y tacones decorados con pintura en spray para convenir en que hay una relación entre la adicción a las drogas y la salud del alma. Esto, que no es del todo descabellado, y que podría extenderse a otras regiones de las dolencias humanas como la enfermedad mental, es lo único sensato y cabal que argumenta en todo el libro, un libro que tampoco es tal y que tampoco ha escrito él (porque McNamara, por supuesto, es un escritor que no escribe), ya que se trata de la selección que ha hecho Vaquerizo con más de sesenta horas de grabación en conversaciones que mantuvo con el biografiado.

Completa esta Fabiografía una colección de fotografías de cuando McNamara cree que llegó a molar algo. Y sí, puede que tuviera sus momentos acompañando a Tino Casal en la promoción de Eloise y Oro negro, o cuando vivió medio asalvajado en casa Costus, a base de chinchón, porras, dátiles y café con leche, pero ¿quién no ha molado un poco a los veinte años?

lunes, 11 de enero de 2016

Los años 80 en 80 películas: El Resplandor


El Resplandor

Título original: The Shining
Año: 1980
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: Stanley Kubrick
Guión: Stanley Kubrick y Diane Johnson
Música: Rachel Elkind y Wendy Carlos
Fotografía: John Alcott
Intérpretes: Jack Nicholson, Shelley Duvall, 
Danny Lloyd, Scatman Crothers, Barry Nelson


La película que inaugura esta serie de entradas (que luego pasará a ser un libro autoeditado que no leerá nadie) me ha asustado a lo largo de los años. Primero como el niño que fui, luego como adulto. Como niño, me identifiqué en casa de mi tío Juan un invierno con el pequeño Danny (Danny Lloyd) en aquel hotel grande y oneroso. Nada más terrorífico en la infancia: descubrir que el monstruo de tus pesadillas es ahora alguien tan cercano y querido como una figura de poder admirada, tu propio padre. Como adulto, las múltiples capas de horror de El Resplandor también me robaron alguna que otra hora de sueño reflexionando sobre ellas: lo sobrenatural desde una perspectiva maléfica, la predestinación fatídica, el eterno retorno aplicado a una maldición repetitiva, el miedo a la enfermedad mental, el temor a hacerle daño justo a los seres que más quieres, y por último a ti mismo. Todo eso está en El Resplandor, y es uno de los pocos filmes que se han ido adaptando como un guante a las diferentes etapas de mi vida. Entre medias, una profunda admiración: Kubrick era un maestro y fue capaz, con la colaboración de Diane Johnson (una profesora de literatura en la Universidad de California), de extraer oro de una de las novelas más mediocres de Stephen King, el prolífico autor de Maine, auténtico amo y señor de la literatura de género en los años ochenta.

La steadycam, una cámara flotante atada a un brazo con amortiguadores, le otorgó a la película un sello muy particular, y ya es icónica la imagen del niño recorriendo los pasillos del hotel Overlook con la vista a ras de suelo, tal y como se vería la acción desde su enternecedor triciclo. No sólo en esas secuencias; recordemos también la steadycam en el laberinto nevado.

Entre las mil y una anécdotas del rodaje, se cuenta que el crío coprotagonista no sabía que se rodaba una historia de terror; que se eliminaron veinticinco minutos de metraje tras los primeros pases preliminares en Los Ángeles y Nueva York; que provoco dobles y triples lecturas entre la crítica y el público, que creyeron ver en la película conspiraciones sobre el alunizaje de 1969, el reverso oscuro de 2001, una odisea del espacio, una denuncia de la masacre del pueblo nativo norteamericano por parte de los colonos o una nueva vuelta de tuerca al cuento de Caperucita Roja; que Kubrick encargó personalmente a Carlos Saura la versión española de las voces; que a Stephen King no le gustó en absoluto esta adaptación de su libro.