martes, 29 de noviembre de 2016

Los años 80 en 80 películas: Toro salvaje

Toro salvaje

Título original: Ranging Bull
Año: 1980
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: Martin Scorsese
Guión: Peter Hyams
Música: Jerry Goldsmith
Fotografía: Stephen Goldblatt
Intérpretes: Robert De Niro, Cathy Moriarty, 
Joe Pesci, Frank Vincent, Nicholas Colasanto

La epopeya del perdedor Jake LaMotta (Robert De Niro) merecería figurar en este libro por muchos motivos, pero no está aquí desde luego por haber sido un descubrimiento puntual, ya que yo llegaría como espectador y admirador del filme de Scorsese a principios de los noventa.
La historia de LaMotta es sobre todo nuestra historia, porque no importa cuánto se brille en la juventud: luego llega la decadencia, inexorable. Creo que Toro salvaje habla de ese proceso de entropía vital fatal que ataca a partir de los cuarenta años, cuando de todo hace veinte años y estás más cerca de la vejez que de la juventud. Por encima del boxeo, por encima de las vicisitudes de alguien nacido con mala estrella y “manos pequeñas”, por encima de cualquier otra consideración, Toro salvaje es un memento mori difícil de tragar, como un bolo de angustia que no pasa por la garganta.
Cuando el boxeo en cine era un videoclip maniqueo sobre superación personal, una fábula simplista de músculos y buenos sentimientos, tal y como se veía en Rocky y su secuela de 1979 Rocky II, Toro salvaje y su áspero blanco y negro venía a mostrar el lado más terrible de este deporte de contacto: que no luchas contra otro, que luchas contra ti mismo, que las victorias son temporales y que estás destinado a perder.
Parcamente premiada en los Oscar, sorprende que este peliculón no arrasara en su año y sólo se llevara estatuillas por montaje y por actor.
El trabajo de caracterización de Robert De Niro no tardaría en convertirse en un cliché sobre los sacrificios alimentarios de los actores muy implicados con sus personajes. El actor llegó a engordar más de treinta kilos con una dieta calórica improvisada —y peligrosa, amén de irresponsable— a base de cervezas, pizza y pasteles. Su proeza sería luego imitada hasta la saciedad, pero lo cortés no quita lo valiente: nadie dudaría del compromiso del actor italoamericano y, en cualquier caso, el considerable aumento de peso de De Niro era sólo parte de una impresionante interpretación que todavía hoy figura como uno de los mejores papeles de su dilatada carrera profesional. 

jueves, 24 de noviembre de 2016

Viejo y cansado en Azeroth

Tras diez años de inactividad, por un arranque de nostalgia, reactivé mi cuenta en World of Warcraft. Y ha sido un error. No se puede volver al pasado. Mis amigos ya no están allí. Mi clan no existe. Nadie sabe quién soy, nadie me recuerda. Yo, que era un warrior bien equipado y hasta admirado por los novatos, me veo ahora atrasado y retrasado, con equipamiento y nivel propio de principiante. El juego se ha casualizado, y ahora todo es fácil e inmediato. Se ha perdido parte del componente rolero y en fin, que ha sido una tontería regresar.

Así que hoy he llevado a Cleveland, mi querido warrior, a la posada donde descansaba en sus primeras aventuras allá por 2004, un local encantador situado en el Bosque de Elwynn. Antes, he comprado cervezas fuertes de enano en una taberna de Ironforge. Me he emborrachado y he brindado por mis amigos, por mi clan, por mi vida pasada allí. Por último, al calor de una chimenea, he mirado a mi warrior y me he despedido de él, y él se ha despedido de mí. Ojalá su descanso sea tan dulce como la felicidad que me produjo su espíritu luchador y aventurero. Fuerza y Honor.

lunes, 21 de noviembre de 2016

Los años 80 en 80 películas: Superman II

Superman II

Título original: Superman II
Año: 1980
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: Richard Lester
Guión: Mario Puzo, David Newman, Leslie Newman
Música: Ken Thorne
Fotografía: Robert Paynter, Geoffrey Unsworth
Intérpretes: Christopher Reeve, Margot Kidder, 
Gene Hackman, Terence Stamp, Sarah Douglas

Venía de otro planeta. Era más fuerte que cualquier hombre conocido, volaba, lanzaba rayos por los ojos, veía a través de las paredes, era alto, guapo y bueno. Nadie le hacía sombra a Superman. Era el superhéroe por antonomasia. Todavía no estaban de moda los claroscuros en los perfiles psicológicos de los superhéroes. Todavía no eran almas torturadas, seres complejos y desgraciados, vigilantes sin vigilancia. Era la época de la felicidad. No había otro superhéroe como Superman, ni falta que hacía. Superman suplía todas nuestras necesidades, era un dechado de virtudes y un ejemplo a seguir. Todos los niños de 1980 queríamos ser Superman. No ser “como Superman”: queríamos ser él. Esa fantasía de poder que alejaba los miedos infantiles y aseguraba una adultez maravillosa —no te conformes con ser policía para usar pistola, futbolista para salir por la tele o veterinario para curar perritos: podías ser Superman y hacer todo eso y más— se agregaba a la alegría que proporciona cualquier ficción lo suficientemente cautivadora. Superman era un cuento de acción y fantasía que nos secuestraba vivos a todos.
Con Superman II tengo la certeza de que la vi en un cine; sé que fue en un cine con columnas que estaba situado en la calle Real de mi pueblo. Pero no recuerdo apenas nada de aquel pase, salvo a los supervillanos y alguna secuencia aislada. Tengo también constancia de haber coleccionado cromos de la película. Y la convicción infantil, que perduró con los años, de que Superman II era mejor que su primera parte. 
 Y lo era. Para empezar, tres enemigos se sumaban a la función, relegando a un segundo puesto a un Lex Luthor cinematográfico que no era rival para Superman. La mente criminal más afinada de la Tierra no era nada al lado del hombre de acero. Pero no se podía decir lo mismo del general Zod (Terence Stamp), la sádica Ursa (Sarah Douglas) y el bestial Non (Jack O´Halloran). Un trío calavera a temer, compuesto por un líder egomaníaco, una malvada compañera —en toda la película no tiene una sola ocurrencia positiva: todo en ella era maldad, me encanta— y el brazo ejecutor, una mole barbuda que a mí me recordaba a Taurus, el brutal compañero de batalla de El Jabato. Estos tres supervillanos eran también hijos de Krypton, y su poder se incrementaba a medida que se iban acercando a nuestro sol.
Además de esta nueva amenaza, Superman llevaba su relación con Lois Lane (Margot Kidder) a un nuevo nivel, cuando por fin se descubría que el tímido Clark Kent y Superman eran la misma persona. Yo de niño llevaba fatal esta dualidad. No comprendía por qué Superman toleraba que lo tomaran por tonto. Quedaba aún por llegar Tarantino explicando, como haría en Kill Bill vol. 2, que Clark Kent era la parodia crítica de nuestra especie por parte de un ser superior. Tampoco yo lo habría entendido, de todas formas. Volviendo a mi refunfuño infantil, ¿quién querría ser Clark Kent pudiendo estar las veinticuatro horas del día en uniforme con capa y repartiendo hostias? Para colmo, cuando Superman era Clark Kent sufría por amor. Así que Superman II me alivió al llegar a la escena en la que por fin la no muy sagaz periodista descubría que su ideal masculino era también su apocado compañero de trabajo. No sólo Superman le revelaba a su churri su verdadera naturaleza, sino que además hacía gala de sus posibles llevándola en volandas hasta la Fortaleza de la Soledad, sita en pleno Polo Norte. Allí cenaban a la luz de las velas y Superman volvía a explicarle a Lois que Clark y él eran una misma cosa.
Hay una secuencia en Superman II que también me encantaba de niño. Se trata de cuando nuestro héroe salva a un chiquillo de morir ahogado en las cataratas del Niágara: ya que no podíamos ser Superman, al menos podíamos ser las afortunadas víctimas de un accidente que eran rescatadas por el hijo de Jor-El.
La saga iría cuesta abajo y sin frenos a partir de la tercera entrega, hasta llegar a la serie B con ínfulas que supuso la no del todo desastrosa producción de la Cannon Superman IV: En busca de la paz —al fin y al cabo, también nos regalaba a un supervillano tebeístico y poderoso, Nuclear Man (Mark Pillow)—, y al final, ya adultos, seríamos testigos de un Superman en silla de ruedas, todavía más débil y vulnerable que Clark Kent. Pero como hacía Louis (Brad Pitt) en Entrevista con el vampiro, de Neil Jordan, yo a Christopher Reeve ya sólo lo recuerdo contra un fondo azul océano, circunvalando la Tierra con el puño por timón.

viernes, 18 de noviembre de 2016

Los años 80 en 80 películas: El Imperio contraataca

El Imperio contraataca

Título original: The Empire Strikes Back
Año: 1980
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: Irvin Kershner
Guión: Leigh Brackett, Lawrence Kasdan
Música: John Williams
Fotografía: Peter Suschitzky
Intérpretes: Mark Hamill, Harrison Ford,
Carrie Fisher, Frank Oz, Billy Dee Williams

El Imperio contraataca es para mí, en primer término, un potente recuerdo de infancia. Yo tendría unos siete u ocho años y coleccionaba un álbum de pegatinas con un paisaje general a dos páginas de Dagobah, con Luke Skywalker haciendo el pino ayudado de la Fuerza y con Yoda merodeando por los alrededores. Recuerdo que mi madre y yo no pudimos ir al cine a ver El Imperio contraataca por estrecheces económicas y que tardaría años en acceder a la película, creo que hasta 1988, alquilada en vídeo en Radio Disco Andalucía, local hoy extinto, que disponía de música en la planta baja y de videoclub en la planta superior. Por eso para mí este episodio V ha sido el menos querido y mitificado de la trilogía original, pese a que como película sea más sólida y convincente que las otras dos. Durante años, me imaginé El Imperio contraataca, imaginé los hechos que allí ocurrían, ayudado por amigos que sí la habían visto. Supe por Tony, un chaval que venía de vacaciones en verano al pueblo, que Darth Vader era el padre de Luke —y no me lo podía creer—, y por otros niños que los AT-AT que tanto me impresionaban eran como tanques gigantescos en cuyo interior operaban pilotos y artilleros imperiales o que Yoda, ese ser orejón, grimoso, bajito y verde, era un maestro de jedis. Y así hasta que pude ver la película en vídeo, siendo ya un adolescente y conociéndome de memoria tanto La guerra de las galaxias como El retorno del jedi.
De modo que para mí El Imperio contraataca guarda sentimientos encontrados. Su visionado fue la historia de una larga frustración. Su final abierto y agridulce, tan necesario, tan coherente, nunca logró contentarme del todo y puede que sea la entrega de la primera trilogía que menos veces he repasado. Sin embargo, esta película contiene mi escena favorita de toda la historia del cine, que ya es decir, que ya es sincretizar.

Se trata de los prolegómenos a la batalla en el remoto mundo helado de Hoth. Un rebelde ajusta sus binoculares y otea el horizonte. Enfoca con las lentes y en la imagen difusa se perfilan la cabeza y las patas de lo que parece ser un gigantesco perro mecánico. Son los AT-AT, All Terrain Armored Transport, son la invención más cojonuda que jamás he visto en una película, y cuando necesito recordar cómo era yo de niño, qué cosas me impresionaban hasta dejarme con la boca abierta, pienso en ellos, en los AT-AT avanzando amenazadores por la nieve, pienso en esa escena vista en algún programa televisivo de la época. Todavía hoy me sacuden escalofríos.

sábado, 12 de noviembre de 2016

Los años 80 en 80 películas: La Niebla

La Niebla

Título original: The Fog
Año: 1980
Director: John Carpenter
Guión: John Carpenter y Debra Hill
Música: John Carpenter
Fotografía: Dean Cundey
Intérpretes: Adrianne Barbeau, Tom Atkins, 
Jamie Lee Curtis, Hal Holbrook, Janet Leight

Treinta y seis añitos cumple La Niebla, sobreviviendo al paso del tiempo y hasta a su espantoso remake, la insulsa, plana y desangelada Terror en la niebla, de Rupert Wainwright.
Tras el éxito cosechado con Halloween, John Carpenter volvía al terror en 1980, de nuevo sobre un guión en colaboración con Debra Hill, nombre que sería clave en su filmografía posterior.
El inicio de La Niebla no puede ser más descriptivo en cuanto al tono e intencionalidad de la película: una cita de Edgar Allan Poe cuestionando la solidez misma de la realidad. “Todo lo que vemos y percibimos es sólo un sueño dentro de un sueño”.
Después del fundido a negro un viejo lobo de mar, Mr. Machen (John Houseman), narra una tétrica historia a un grupo de niños arremolinados en torno a una fogata. El 21 de abril de 1880 surcaba el Atlántico el Elizabeth Danes, un velero que en plena noche se perdió en una súbita y espesa niebla. Los marineros divisaron una luz que tomaron por una señal de localización y emprendieron rumbo hacia ella, pero se estrellaron contra las rocas y se hundieron, muriendo todos ahogados. En realidad, el naufragio del velero formaba parte de una deleznable práctica delictiva, consistente en confundir a los navíos con falsas señales luminosas, para atraerlos hacia los acantilados y provocar el hundimiento, con el fin de saquear las riquezas que transportasen.
El terror está servido. Antonio Bay es un pueblo costero cimentado sobre una violenta tragedia, y aunque ha pasado un siglo y nadie recuerda ya los orígenes criminales de la localidad, ha quedado un remanente de culpabilidad compartida, en forma de leyenda vaticinadora: “Los pescadores que viven aquí, lo mismo que sus padres y sus abuelos, creen que el día que la niebla vuelva a Antonio Bay, los hombres, que yacen en el fondo de las aguas cercanas a Speedy Point se alzarán, se alzarán y buscarán la hoguera que les condujo a su trágico destino y horrible muerte”.
Que en las profundidades del mar habitan monstruos innombrables es una idea de clara inspiración literaria. Que dichas criaturas suban a tierra firme envueltos en la niebla, buscando una muda venganza y, muy importante, en una única hora bruja —desde las doce de la noche a la una de la madrugada— no puede ser más fantasmagórico, ni más clásico. El horror cósmico de Lovecraft y el gótico fatalista de Poe juntos para un cuento de terror moderno que proporciona al espectador, gracias a su magnífica realización, la grata experiencia de sentirse transportado en el tiempo a una época ajena al cine y la televisión, donde el misterio y la fantasía se difundían mediante la tradición oral o la lectura. De estar vivos y compartiendo nuestro mismo marco temporal, ambos autores, Lovecraft y Poe, habrían disfrutado como niños con La Niebla, con esta transliteración de algunas de sus filias y fobias a veinticuatro fotogramas por segundo. Y acto seguido, probablemente, habrían colgado sus plumas para dedicarse al audiovisual.
Como decía, el hábil armazón argumental del guión de La Niebla está organizado en torno a un eje de antiguo cuento de fantasmas, pero desarrollado con elementos genuinos del séptimo arte, como una concepción hitchcockniana para el transcurso de la historia. 
Todo lo que en Halloween era abrupto y seco, en La Niebla se transformó en elegancia. Supongo que esa es la palabra: elegancia. La inquietante delicadeza de la niebla —la verdadera protagonista del filme— derramándose por el pueblo, la construcción de los personajes, arquetípicos pero aún así convincentes, el montaje, el retrato de Antonio Bay y la efectiva música de Carpenter, son algunos de los elementos que nos introducen en la trama con finura y gracia. Mención aquí al fabuloso faro desde donde emite su programa de radio Steve Wayne (Adrienne Barbeau), dueña de la KAB. Es Steve el personaje que sublima la emoción más recurrente que se intenta despertar en el espectador: la sensación de indefensión. A través de la locutora con nombre de chico, vemos cómo una compacta neblina procedente del mar cubre la localidad, justo en el aniversario de la ciudad. Todo observado desde la altura de esa magnífica atalaya de piedra. Pocas veces el miedo tuvo un punto de vista tan bonito y evocador como desde ese faro que nunca existió del todo, puesto que gran parte de su acogedor interior fue recreado en platós. 
Dado que en la película los no muertos y la niebla son una misma cosa, atienden a un hermoso código de conducta de ultratumba que da mucho juego: los avisos ante una casa cerrada a cal y canto. Esto entronca de lleno con los territorios de la imaginería popular, la misma del ajo, la plata y el crucifijo, la del agua bendita y la luz del sol, la que instruye sobre cómo un vampiro no puede entrar en casa si no es invitado a hacerlo. Por el prólogo del viejo cuentacuentos al inicio de la historia, sabemos que el fenómeno está atado a una hora mágica, pero más tarde nos dan la segunda regla: bien por una terrorífica educación, bien porque El Mal de allende los mares necesita envolver previamente a sus víctimas con el vaho salado, el canto de sirena de la niebla toma forma de nudillos aporreando nuestra puerta. La angustia que se genera con dicho recurso es notoria y una baza fuerte jugada con maestría, porque no importa cuántas veces se revise La Niebla, siempre acudirá el mismo murmullo a los labios: “No abras, ¡no abras!”. 
La tercera regla, y espero no chafar la sorpresa a nadie con ello —¿qué hacéis leyendo este texto si aún no habéis visto La Niebla?— se aclara en el rollo final de la película. Por supuesto, se trataba de una maldición, otro concepto que no requiere de excesivas líneas de diálogo, instalada como está en forma de ley popular multicultural. No habrá descanso para las almas torturadas hasta que el último descendiente de los responsables del naufragio del Elizabeth Danes pague su culpa. Así, y con un impactante golpe de efecto antes de los créditos, se completa el relato; terror actual de calidad sobre un esquema de cuento fantástico decimonónico.
La Niebla fue una producción modesta, de apenas un millón de dólares, pero realizada con exquisito buen hacer, con un plantel de actores que ofrecieron unas interpretaciones correctas y dirigidos por un John Carpenter inspirado, en su salsa, la serie B, categoría que abandonaría poco después para entrar en su etapa de títulos mainstream, como La Cosa o Starman, de las que nos ocuparemos más adelante. La banda sonora original, compuesta también por el cineasta es, en mi opinión, la mejor de toda su carrera como músico, antes de que se abandonara a caprichos tan discutibles como el permitir que su hijo de catorce años colaborara a la guitarra en uno de sus largometrajes de finales de los noventa, Vampiros
La espectacular fotografía estuvo a cargo de Dean Cundey, otro habitual de Carpenter. Los maquillajes y efectos visuales correspondieron a un por entonces joven Rob Bottin, responsable a posteriori de los fenomenales bestiarios de criaturas de Legend, Desafío Total o Exploradores, amén del mítico extraterrestre polimorfo de La Cosa. Y en La Niebla, el talento de Bottin logró unos resultados más que satisfactorios, teniendo en cuenta los limitados medios económicos con los que fueron creados los convincentes espectros; seres putrefactos, mohosos, armados con sus temibles utillajes portuarios: espadas, garfios, cuchillos y ganchos. Bottin tuvo un breve cameo actoral encarnando a Blake, el capitán de la tripulación maldita. También Dan O´Bannon, al que deberíamos estarle agradecidos eternamente por El regreso de los muertos vivientes, apareció en pantalla unos instantes. Y como última curiosidad, en La Niebla coincidieron Janet Leigh y su hija, Jamie Lee Curtis: una reina del grito dando paso a su digna heredera, juntas ambas en la película más idiosincrásica y reconocible de los primeros años del Carpintero de la Muerte.

viernes, 11 de noviembre de 2016

Los años 80 en 80 películas: Granujas a todo ritmo

Granujas a todo ritmo

Título original: The Blues Brothers
Año: 1980
Nacionalidad: Estados Unidos
Director: John Landis
Guión: John Landis y Dan Aykroyd
Música: Elmer Bernstein y Varios
Fotografía: Stephen M. Katz
Intérpretes: Dan Aykroyd, Jon Belushi,
Henry Gibson, Carrie Fisher, James Brown

The Blues Brothers —horrenda y con todo imbatible la titulación española de esta película— puede verse de dos maneras, y las dos son válidas. Como una sucesión de piezas musicales extraordinarias y como una alocada comedia de situación. No parecen encajar estas dos visiones en un organismo simbionte, y siempre que repaso las aventuras y desventuras de Jake (Jon Belushi) y Elwood (Dan Aykroyd), me choca esta disonancia entre números musicales y trama convencional. Quizá también tenga que ver el que mi primera vez con la película de John Landis —qué gran entrada de década haría este director primero con los Blues Brothers y luego con su lobo americano en Londres, que trataremos en breve— fue en versión doblada, produciéndose una separación sonora estridente entre las canciones y los diálogos.

Sea como fuere, nunca es mal momento para menear el esqueleto al son de lo mejor en rythm and blues y soul del pasado siglo XX. Jamás se volverá a juntar semejante elenco de figuras para un musical, y si hay un par de maneras de ver The Blues Brothers, sólo hay una posible de sentirla: desde la más honda diversión.

Comentemos algunos apuntes sobre la película.

Granujas a todo ritmo contenía el récord de mayor número de coches siniestrados en un rodaje, hasta que le fue arrebatado hace poco por Matrix Reloaded.
La película no funcionó bien en Estados Unidos, pero sí en Europa, donde pronto alcanzó el estatus de culto.
El famoso “Bluesmóvil” era un Dodge Monaco de 1974.
Para el treinta aniversario del filme, L’ Osservatore Romano proclamó a The Blues Brothers como un “clásico católico”, y fue recomendado a sus lectores como un entretenimiento adecuado.
The Blues Brothers fue el debut en la gran pantalla de Ray Charles.
También podía verse en ella a un jovencísimo Paul Reubens, antes de alcanzar la fama por su personaje de Pee-Wee Herman.
Según Dan Aykroyd, el filme no funcionó bien en algunos estados del sur de Estados Unidos por el rechazo que provocaba tanta presencia afroamericana en el reparto. El actor cree que el racismo fue uno de los motivos de la baja taquilla en el sur del país.
La esposa de Jon Belushi, Judy Jacklin, tenía una aparición como camarera en una escena inicial.
Aykroyd llegó a escribir trescientas veinticuatro páginas del guión de la secuela de la película.

Adiós a Leonard Cohen

No se va del todo. Quedan sus canciones, y su voz grave y cavernosa registrada en un buen puñado de discos. Bailemos juntos, Erlea y amigos, este vals: