Hoy estuve en el colmado de mi tío Eduardo. Mi tío Eduardo tiene dos hijos, Román, de veintiún años y Edu, de diecisiete. Hablábamos de una cosa y de otra, y no preguntéis cómo o en qué punto de la conversación se llegó hasta la gravedad en naves espaciales, pero así fue: estuvimos divagando sobre este asunto. Yo mencioné la estación internacional de 2001, de Stanley Kubrick, como ejemplo válido y entonces, Edu, mi primito adolescente, se echó a reír. Dijo que sus amigos le habían advertido sobre esta película, que era, y cito textualmente, "la mayor mierda que te puedes echar a la cara", que "no hay quien aguante verla hasta el final", y que "lo único bueno que tiene son los monos del principio".
Yo me quedé boqueando. Tomé conciencia de que me había hecho viejo, de que un millennial había masticado, tragado y defecado una de mis películas fetiche de cuando yo tenía su edad, y que ante eso sólo podía, de una manera paciente y a sabiendas de lo estéril, argumentar razones de peso para animar a ese chaval, mi primo, a ver 2001 sin prejuicios y con toda la limpieza que pudiera, como hago yo cuando me enfrento a películas cuyo año de estreno se aleja en varias décadas a mi fecha de nacimiento.
He visto 2001 más de treinta veces. He visto 2001 dibujando láminas a tinta para la evaluación trimestral; he visto 2001 mientras preparaba resúmenes de temas de Historia; he visto 2001 tumbado en el sofá, sentado entre cojines o desde la cocina mientras freía algo de picotear; he visto 2001 solo y en pareja, con mis tíos y con mi abuela; he visto 2001 en televisión, en vídeo comunitario, en VHS y en DVD. Me la sé de memoria. Conocía a firmes detractores ya en los años ochenta y noventa, gente que ya despotricaba sobre ella con un vocabulario más extenso que el de Edu, pero cuyos puntos de contacto principales eran los mismos: el tedio, la pretenciosidad y la obsolescencia cinematográfica como sufrimientos padecidos ante esta obra maestra. Pero confiaba en que las décadas sucesivas la tratarían con mejor fortuna. Ya sé que Edu y sus amigos no son una prueba determinante de un sentir generalizado, que probablemente 2001 siga enamorando a jóvenes cinéfilos, pero a mí se me cae una lagrimita.
Un amigo de mi primo fue el que retó a éste a que viera 2001 hasta el final. Le ofreció cinco euros si aguantaba. Cinco euros, Stanley, eso cuestas en 2017 entre la chavalería de mi entorno.