sábado, 24 de junio de 2017

Pandemia

Durante su juventud, en su trabajo como vigilante de seguridad, David se había dedicado a ejercitar su mente de un modo no intencionado, empujado a ello en un intento de llenar los espacios vacíos, entre ronda y ronda por los edificios a medio construir que habían estado a su cargo. Por las noches, cuando su trabajo le dejaba, leía, escuchaba la radio, a veces escribía y sobre todo meditaba sobre las grandes y pequeñas cosas. En su tiempo libre, espoleado por el hambre de conocimiento y saber que él mismo había alentado en esas noches de trabajo, también continuaba con sus actividades intelectuales, en la tranquilidad de su hogar. Comprendió que la pasión de su vida era el estudio y, aunque sin perder del todo el contacto con la sociedad, asumió que viviría solo siempre, para así brindarse por entero a sus aficiones.
Con los años, la irrupción de la tecnología y las telecomunicaciones abrieron nuevas fuentes y horizontes. Para entonces, David había patentado y vendido una serie de pequeños inventos y utilidades para disminuir el consumo de carburantes y amasó una fortuna que le permitió vivir de las rentas y disponer de más tiempo para sus placeres y necesidades intelectuales.
David era el autodidacta nato por excelencia. Lo quería saber todo sobre todo y para ello él era su único tutor, decidido, terco y multidisciplinar. Abordaba el estudio bajo una perspectiva holográfica, empapándose de todas las ramas de las artes y las ciencias, convencido de que sólo husmeando en la interrelación e interconexión de todo el saber humano, podría hallar una perla, un destello, una revelación última que lo saciaría y lo calmaría para siempre. Mientras tanto, se había convertido en el hombre más cultivado del mundo sin advertirlo. Era un genio, el más grande, y como tal, no reparaba en su propia singularidad y en el vasto universo de saber que atesoraba en su cerebro.

Una noche, mientras terminaba de cenar, todo tomó forma y sentido. Todo lo que había ido acumulando en su interior de repente encajó; casi pudo visualizar una imaginaria llave abriendo la última puerta. La revelación final que manó hasta él lo dejó petrificado. Se desplomó sin fuerzas sobre el suelo. Cuando recuperó la consciencia, una tristeza insondable, abismal, infinita, se apoderó de él. Había descubierto algo tan espantoso, tan terrible, que ya no tenía ganas de seguir viviendo. Sin embargo, su descubrimiento, tan desolador, tan tenebroso, no dejaba de ser el mayor descubrimiento de todos los tiempos y lo publicó en los foros más concurridos de Internet, con la débil esperanza de que alguien lograra corregirlo y le demostrara que se había equivocado, que aquello era un disparatado error. Pero cada persona que se encontraba con su hallazgo, quedaba conmocionada, destruida, y buscaba consuelo transmitiendo la insoportable noticia a terceros, tocados por la misma trampa de esperanza que había lanzado a David a compartir su pena, iniciando una pandemia mundial que acabaría con las ganas de vivir de todo el planeta. Mediante razonamientos imbatibles, David había eliminado las ganas de existir en toda una especie. La gente repetía el concepto y después caía en la apatía más extrema, hasta que desfallecían de pesar y melancolía. El sueño de la razón más pura había creado el monstruo definitivo: una idea sencilla de comprender, imposible de ignorar y letal para la supervivencia de la raza humana.

En su apartamento, rodeado de sus libros y archivos, David se recostó en su cama, como tantos otros millones de personas, y se resignó a su suerte.