miércoles, 13 de enero de 2016

Dos amigos

—Perdí un buen empleo —comenzó Alberto, mientras removía el café—. ¿Qué tal, Julio?
—No sirve, ya conoces las reglas —protestó el otro, resoplando con un ligero fastidio—. ¿Qué tiene de absurdo, ridículo o penoso el que lo despidan a uno del curro?
—No, verás, es que no llegué a aceptar la plaza nunca.
—Vale, lo pillo —Julio, cabizbajo, dio un sorbo a su bebida—. ¿Miedo al fracaso?
—Supongo —conjeturó Alberto, apurando el cigarrillo hasta la colilla—. Te toca.
—En Sevilla, durante el rodaje de El Ataque de los Clones, me disfracé de Darth Maul, burlé las medidas de seguridad  y asusté al mismísimo Ewan McGregor —confesó Julio—. Hasta aparecí unos segundos en el telediario de la sobremesa.
Alberto rió con estruendo y los transeúntes dejaron más espacio disponible del necesario para cruzar la calle, que limitaba con la céntrica terraza.
—Muy bueno —celebró Alberto—. Aunque, ¿qué había de anómalo en eso? No es muy distinto a arrojarse de espontáneo en una corrida de toros.
—Que no era yo —replicó Julio—. Tuve uno de esos episodios nuestros, ya sabes.
—Vaya —masculló Alberto.
—Me hacía llamar Rafa, oriundo de Dos Hermanas, fan de Star Wars y todo un experto en telecomunicaciones. Supera eso.
Y así continuaron durante un buen rato. Que si una noche quemé mi billetero en el horno, que si me creí Dios, que si la tele me hablaba, que si me convencí de que era una mujer embarazada...

—Qué lástima de muchacho, ¿no? —comentó el barrendero, desde la puerta, a uno de los camareros del bar.
—Ya te digo. Todas las mañanas la misma cantinela —contestó el otro, sin dejar de limpiar la barra con un trapo—. Se sienta afuera, pide un té y un cortado y se lía a charlar consigo mismo. En ocasiones, hasta cambia de silla para darse la vez.
—La Virgen... —suspiró el viejo funcionario.
—Sí, pero la cosa es que me espanta a la clientela. Dentro de un rato le diré que vamos a cerrar.
—Normal —asintió el barrendero—. Bueno, hasta otra.
—Venga, Mariano —se despidió el camarero.

—Tu turno –anunció Julio.
—Le arranqué la cabeza de un mordisco a un canario.
—Qué barbaridad —dijo Julio—. ¿Por qué?
—Estaba convencido de que todo era un sueño, el pájaro incluido.
Un viento frío arremolinó papelillos y polvo en torno a la mesa metálica. El camarero salió del local y se aproximó a Alberto.
—Termina ya, que es tarde —ordenó el hombre, sin bajar la vista. Luego regresó a sus quehaceres, vigilando de soslayo al joven, como si no estimara muy prudente dar la espalda tan a la ligera.
—Deberíamos cambiar de establecimiento para nuestra terapia matutina —dijo molesto Julio—. Porque aquí, fatal: el horario, chungo, y el trato al cliente, nefasto. El tío no me da ni los buenos días.
—Pues sí, la verdad —convino Alberto. Oye, ¿desde cuándo es una terapia? Pensaba que sólo nos divertíamos contándonos historias de nuestro pasado.
—Suena mejor terapia, ¿no? —respondió Julio—. Quizá lo sea.
Alberto meditó las palabras de su amigo mientras hurgaba en un bolsillo de los vaqueros:
—Invito yo.
—Qué detalle, campeón —agradeció Julio, golpeando con enérgica rudeza el brazo de Alberto.
Y el joven, más conocido en el pueblo como el Albertito, sin saber a ciencia cierta el por qué, habría apostado a que al día siguiente no tendría un cardenal, ni señal alguna en el hombro.

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