miércoles, 13 de enero de 2016

Los años 80 en 80 películas: Flash Gordon

Flash Gordon

Título original: Flash Gordon
Año: 1980
Nacionalidad: Reino Unido
Director: Mike Hodges
Guión: Lorenzo Semple Jr.
Música: Howard Blake
Fotografía: Gilbert Taylor
Intérpretes: Sam J. Jones, Melody Anderson,
Topol, Max Von Sydow, Timothy Dalton

Mi abuela era una buena persona. Y las buenas personas tienen el don de transmitir cierto encanto a sus pertenencias. No sé si se trata de una cuestión psicológica —vemos cualidades bellas en sitios y objetos por el afecto que nos inspira su propietario— o si efectivamente las estancias y las cosas que habitan y poseen se ven tocadas por su gracia. El caso es que mi abuela lograba que un tercer piso de protección oficial en un barrio marginal pareciera el hogar más confortable, y que un balconcillo acristalado lleno de plantas de interior en macetas de barro a mí, al verlo y olerlo, me recordara a Arboria. Antes de ver Flash Gordon, no solía jugar en el balcón con mis muñecos. Después de ver Flash Gordon durante un fin de semana —todas las veces que pude antes de que entregaran la cinta en el videoclub el lunes siguiente—, ese rincón donde mi abuela plantaba injertos y regaba a diario, donde solía dormitar Amedio, el perro más guapo y bravo del mundo —porque era su perro, por supuesto—, pasó a ser Arboria. Flash Gordon no fue la primera película que me proporcionaría personajes, parajes y argumentos para mis batallas de muñequitos, ni será la última que aparezca en esta serie de entradas como dadora de fantasías mentalmente animadas y escenificadas con figuritas de plástico, pero sí la recuerdo como la más influyente después de Star Wars y En busca del arca perdida. Por eso no podía empezar a hablar sobre ella sin hacer mención a los geranios, los soldaditos, el olor a tierra húmeda y aquel verdor iluminado por un sol de media tarde.

¿Y qué tal Flash Gordon en la actualidad? Pues con un gallego “depende” como respuesta. A Flash Gordon hay que entrar como entran los personajes en el reino de Mongo: montados en un cohete, atravesando el granate Mar de Fuego y abandonando toda irritante señal de racionalidad. El Mar de Fuego por el que gira como loca la cápsula diseñada por el doctor Zarkov (Topol) es la frontera donde debemos decidir si sellamos pasaporte o nos damos media vuelta al territorio de la cordura, lejos de la fantasía, de la space opera más camp de todas —el inicio de la película es clavado a los tebeos de los años treinta: no se inventaron nada ni exageraron lo más mínimo—, sin que tengamos que transigir ante una historia que exige mucha complicidad si no eres un niño de diez años. Pero si pasamos por el arco sin que suenen las alarmas, nos espera una película que todavía hoy, cuando es reivindicada, se hace con una confusa mezcla de cariño e ironía, como hacían Mark Wahlberg y su osito de peluche viviente en Ted, de Seth MacFarlane, que convenían, irritándome de camino, en que Flash Gordon era “mala y buena a la vez”.

Flash Gordon no le funcionará a un chaval del nuevo milenio. Es posible que ni siquiera funcione ya para muchos de los adultos que fueron niños en los años ochenta. Es una superproducción muy dependiente de la época que la parió, del productor que la levantó, Dino de Laurentiis, e incluso de errores tan garrafales como los de destinar una buena parte del presupuesto a decorados y vestuario, algo suicida en una película de fantasía que pretendía impactar a la audiencia; es como si en Star Wars hubieran dedicado más dinero a los peinados y vestimenta de los actores y a los pasillos de la Estrella de la Muerte que a los efectos visuales propiamente dichos. Ese error, sin embargo, le da un toque de exuberante color y consistencia a la película, de inusitado vigor en la puesta en escena. Y resulta irresistible no dejarse hechizar por la vistosa corte de Ming (Max Von Sydow), por la magnífica luna selvática de Arboria, por los rojos intensos de la guardia real y de uno de los trajes de Aura (Ornella Muti), por los maquillajes, hasta por los cielos multicolores que pretendían captar la ficción alegre de los cómics.

En sus ropas y decorados reside su fuerza hoy, justo lo que fue su debilidad antaño, pero además Flash Gordon no anda parca en épica, en romanticismo —qué decir de la despedida de Flash (Sam J. Jones) y Dale (Melody Anderson) en las mazmorras del palacio de Ming, acuciados por un reloj de arena que desafía a la física y contemplados con ternura por prisioneros en grilletes—, en piezas de acción a caballo entre la ortopedia y la pirotecnia de un concierto de rock. 

Maquetas animadas, puñetazos coreografiados, cruceros imperiales fastuosos y pequeños deslizadores monoplaza, hombres lagarto de traje de cremallera, hombres arbóreos muy machos en mallas verdes, hombres halcón dignos de tan voluntariosos en sus interpretaciones —esos tics en el cuello simulando ser aves inquietas—, rayos láser a punta pala, ciudades flotantes, alimañas de los pantanos, una luna secreta para el amor, canciones de Queen, y hasta la promesa final de una secuela que nunca llegaría. Y quiero pensar que todo eso y mucho más permanece aún en Flash Gordon, que no es sólo una película bella por el fenómeno freudiano y casi paranormal de la transferencia, por las horas invertidas que sus trabajadores, gente buena y honrada, pusieron en ella, por el amor con que la miro.

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